El hacer de la escritura, Bartleby

Herman Melville, narrador, inquieta con sus relatos; los más nombrados y los otros. Nacido un día como hoy de 1819 en Nueva York, introdujo en la literatura personajes que lo hicieron famoso. Ingenió acaso el mayor de los monstruos del mar, Moby Dick, pero también, Bartleby, el escribiente. La oposición de caracteres que ocupan el centro de la escena en ambas obras es objeto del análisis de María Pía Chiesino quien presenta un comentario para Libro de arena.




Por María Pía Chiesino


Cuando releí este relato de Melville, después de tantos años de mi primera lectura, no pude evitar pensar en la relación del personaje de Bartleby con la del capitán Ahab, de Moby Dick, como absolutamente contrapuestos, pero en un punto, con la misma perseverancia en su carácter.
Ahab vive para la persecución de la ballena que le arrancó parte de una pierna, en busca de venganza. Está absolutamente obsesionado y fascinado con esa empresa a tal punto que embarca en la misma, a todos los marineros que lo acompañan en ese viaje delirante. Sólo sobrevive uno, Ismael, que va a permitir que se conozca la historia.
En el caso de Bartleby, los lectores no sabemos absolutamente nada acerca de él, ni de su pasado. No entendemos el por qué de ese empecinamiento en la inacción que se va profundizando cada vez más en el personaje, al punto de que deja de alimentarse y literalmente, se deja morir. En realidad, la vida que se le ofrece a Bartleby es la vida gris de un amanuense, que tendrá que dedicarse de por vida a copiar escritos de otros. Escritos legales, tediosos. Ese primer impulso de trabajo, se detiene. Cada vez son más frecuentes las negativas de Bartleby a desempeñar tarea alguna. El trabajo recae sobre sus compañeros. Así como estos se indignan al tener que hacer un trabajo que le correspondería a otro, también es exasperante para el lector la pasividad del personaje y la naturalidad con la que la enuncia. Pero Bartleby no dice que no quiere hacer algo. Dice que prefiere no hacerlo. Hace que su deseo intervenga en lo que hace. Esto es lo que el resto de los personajes no tolera. Nadie habla de sus deseos y preferencias en este cuento. Bartleby es el único. Y es por eso que provoca tanto rechazo. Por otra parte, al ser absolutamente tranquilo, bloquea la posibilidad de que su jefe se indigne con él. No lo entiende. Le tiene pena porque le parece que vive en una soledad que a él le resultaría insoportable. Llegado un punto, la convivencia en el trabajo se hace imposible. El narrador lo despide y Bartleby dice que por el momento prefiere quedarse. La situación de poder es tan inversa y paradójica que es el narrador quien muda sus oficinas. Pero ahora Bartleby tendrá que enfrentarse con los vecinos, que no lo conocen ni lo  han tratado nunca. Y que finalmente lo denuncian a la policía. Su único “delito”, podríamos decir, es la usurpación de las oficinas.
Es así que se dispone llevarlo a una cárcel. Su otrora jefe, arregla con el hombre de la despensa para que Bartleby se alimente bien, a diferencia de los otros presos. No sirve de nada. El muchacho deja de comer. La inmovilidad de la oficina tenía que ver con su deseo. La de la cárcel, no. Bartleby sabe que está en una cárcel porque nadie sabe que hacer con un hombre que manifiesta una predilección por no hacer nada. 
Su manía (si podemos llamarla así) es de una pulsión de signo contrario a la de Ahab. Se empeña en la inacción. Y eso repercute en quienes lo rodean y que lo condenan a la soledad y al aislamiento. Quizá esto de deba a que ninguno de los otros personajes habla de su deseo, de lo que prefiere o deja de preferir. Ahab era un personaje poderoso respecto de quienes lo acompañaban en su viaje. No es el caso del pobre Bartleby, que se acuesta a morir en el césped de una cárcel en la que hubiera preferido no estar nunca. 
                                                                                                      


“En respuesta a mi anuncio, una mañana apareció en el umbral de mi oficina un joven impasible; la puerta estaba abierta porque era verano. Todavía recuerdo aquella figura: pálidamente pulcro, enternecedoramente respetable, irremisiblemente desamparado. Era Bartleby.
Tras algunas palabras acerca de sus aptitudes lo contraté, contento de tener en mi equipo de amanuenses, un hombre de aspecto tan extraordinariamente sosegado, que pensé, podría influir beneficiosamente sobre el ánimo voluble de Turkey y el ardiente de Nippers.
Debería haber dicho antes que unas puertas correderas de cristal esmerilado dividían mi oficina en dos partes, una de ella ocupada por mis escribientes y la otra por mí. Según mi estado de ánimo, las abría o las cerraba. Decidí asignarle a Bartleby un rincón frente a las puertas correderas, pero en mi lado, para tener a este hombre tranquilo a mano, en caso de que hubiese que hacer cualquier cosilla. Coloqué su escritorio frente a una ventanita lateral en aquella parte de la habitación, ventana que originalmente había ofrecido una lista lateral de ciertos horrendos patios traseros y ladrillos, pero que, debido a posteriores edificaciones, no dominaba actualmente vista alguna aunque daba algo de luz. A un metro más o menos de las hojas de la ventana había una pared, y la luz venía de muy arriba, entre dos altos edificios, como de una pequeña abertura en una cúpula. Para una disposición aún más satisfactoria, me procuré un alto biombo verde, que pudiese aislar enteramente a Bartleby de mi vista, pero sin alejarle de mi voz. Y así, en cierto modo, se combinaban el aislamiento y la compañía.
Al principio, Bartleby escribió en cantidades extraordinarias. Como si hubiese estado mucho tiempo hambriento de algo para copiar, parecía atracarse con mis documentos. No hacía pausa para la digestión. Iba línea tras línea, día y noche, copiando con luz solar y a la luz de las velas. Debería haberme sentido encantadísimo con su aplicación, si hubiese trabajado con alegría. Pero escribía en silencio, mortecinamente, de forma mecánica.
Por supuesto, es parte indispensable del trabajo de un escribiente verificar la exactitud de su copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más escribientes en una oficina, se ayudan los unos a los otros en este examen, leyendo uno la copia y sosteniendo el otro el original. Es una tarea monótona, tediosa y letárgica. Puedo imaginar fácilmente que, para algunos temperamentos sanguíneos, sería absolutamente intolerable. Por ejemplo, no puedo creer que el fogoso poeta Lord Byron se hubiese sentado complacido con Bartleby a examinar un documento legal de, digamos, quinientas páginas, escrito apretadamente en letra ondulada.
De vez en cuando, por la premura del trabajo, tenía por costumbre ayudar yo mismo a comparar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers para tal propósito. Uno de los objetivos, al colocar a Bartleby a mano detrás del biombo, era disponer de sus servicios en ocasiones tan triviales. Creo que fue al tercer día de estar conmigo, y antes de que hubiera surgido necesidad alguna de examinar sus propios escritos, cuando llamé bruscamente a Bartleby, pues tenía mucha prisa por completar un pequeño asunto que llevaba entre manos. En mi apresuramiento y esperanza natural de ser complacido al instante, me senté con la cabeza doblada sobre el original que estaba en mi mesa, y la mano derecha a un lado, y algo nerviosamente extendida con la copia, de forma que nada más salir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y proceder con el asunto sin la menor dilación.
En esta misma actitud me senté cuando le llamé  exponiendo rápidamente lo que quería que hiciera, es decir, examinar conmigo un pequeño documento. Imagínense mi sorpresa, mejor dicho mi consternación, cuando sin moverse  de su reservado, Bartleby contestó, con una voz  singularmente suave y firme:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé sentado un rato, en absoluto silencio, recuperando mis facultades aturdidas. Al pronto se me ocurrió que mis oídos me habían engañado o que Bartleby había entendido mal lo que yo quería decir. Repetí mi petición en el tono más claro que pude conseguir, pero en un tono igual de claro llegó la respuesta anterior:
-Preferiría no hacerlo.
-Prefiere no hacerlo-repetí yo, levantándome con gran excitación y cruzando la habitación de una zancada-, ¿Qué quiere decir? ¿Está usted loco? Quiero que me ayude a comparar esta hoja¡tenga!-y se la tiré.
-Preferiría no hacerlo-dijo él.”






 Herman Melville
 Bartleby, el escribiente
 Madrid, Siruela, 2009
                       

Comentarios

  1. "Preferiría no hacerlo" es una de las frases más maravillosas de la literatura. Genial Bartleby, genial Melville, genia María Pía recordándolos.

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