Sin justo medio

Instalado en medio de una relación de tensión se encuentra el hombre moderno, esa es la situación permanente que lo desafía a elegir, esa es la escena en que despliega su vivir, y la condición para el ejercicio de su libertad. Así lo entiende Camus, pensador, filósofo, escritor y también dramaturgo. En la siguiente escena de Los justos María Pía Chiesino señala algunas de las cuestiones que el autor nos invita a pensar a través del comentario escrito para Libro de arena, que continua publicando la serie semanal dedicada a su homenaje.



“DORA: Bueno, pues hace tres años que tengo miedo, ese miedo que apenas la abandona a una en el sueño y que se recupera fresco por la mañana. De modo que he tenido que acostumbrarme. He aprendido a estar tranquila en el momento en que tengo más miedo. No hay de qué enorgullecerse.
 
ANNENKOV: Al contrario, enorgullécete. Yo no he dominado nada. Sabes que echo de menos los tiempos de antes, la vida brillante, las mujeres... Sí, me gustaban las mujeres, el vino, aquellas noches interminables.
 
DORA: Me lo sospechaba, Boria. Por eso te quiero tanto. Tu corazón no ha muerto. Y es preferible que desee todavía el placer a ese horrible silencio que se instala a veces en el mismo lugar del grito.
 
ANNENKOV: ¿Qué estás diciendo? ¿Tú? No es posible.
 
DORA: Escucho...
 
(DORA se yergue bruscamente. Ruido de carruaje, luego silencio.)
 
DORA: No. No es él. Me late el corazón. Ya ves, todavía no he aprendido nada.
 
ANNENKOV (se dirige a la ventana) : Atención. Stepan hace una señal. Es él.
 
(Se oye, en efecto, el lejano rodar de un carruaje que se acerca cada vez más, pasa bajo las ventanas y comienza a alejarse. Largo silencio.)
 
ANNENKOV Dentro de unos segundos...
 
 (Escuchan.)
 
ANNENKOV: Qué largo se hace.
 
(DORA hace un ademán. Largo silencio. Se oyen campanas a lo lejos.)
 
ANNENKOV: No es posible. Yanek ya hubiera arrojado la bomba. El coche debe de haber llegado al teatro. ¿Y Alexis? ¡Mira! Stepan vuelve sobre sus pasos y corre hacia el teatro.
 
DORA (abalanzándose hacia él): Han detenido a Yanek. Lo han detenido, con seguridad. Hay que hacer algo.
 
ANNENKOV: Espera. (Escucha.) No. Se acabó.
DORA: ¿Cómo ha sucedido)? ¡Yanek detenido sin haber hecho nada! Estaba dispuesto a todo, lo sé. Quería la prisión y el proceso. ¡Pero después de haber matado al gran duque! ¡No así, no, no así!
 
ANNENKOV (mirando hacia afuera) : ¡Voinov! ¡Rápido!
 
(DORA va a abrir. Entra VOINOV, con semblante descompuesto.)
 
ANNENKOV: Alexis, pronto; habla.
 
VOINOV: No sé nada. Yo esperaba la primera bomba. Vi que el coche daba la vuelta y no pasaba nada. Perdí la cabeza. Creí que en el último momento habías cambiado nuestros planes, vacilé. Y entonces corrí hasta aquí...
 
ANNENKOV: ¿Y Yanek?
 
VOINOV: No lo he visto.
 
DORA: Lo han detenido.
 
ANNENKOV (que sigue mirando hacia afuera) : ¡Ahí está!
 
(El mismo juego escénico. Entra KALIAYEV con el rostro bañado en lágrimas.)
 
KALIAYEV  (delirante): Hermanos, perdonadme. No pude.
 
DORA  (se le acerca y le coge la mano) : No es nada.
 
ANNENKOV: ¿Qué ha pasado?
 
DORA (a KALIAYEV) : No es nada. A veces, en el último momento todo se derrumba.
 
ANNENKOV: Pero no es posible.
 
DORA: Déjalo. No eres el único, Yanek. Schweitzer tampoco pudo la primera vez.
 
ANNENKOV: Yanek, ¿te ha dado miedo?
 
KALIAYEV (sobresaltándose): Miedo, no. ¡No tienes derecho a...!
 
(Llaman con la señal convenida. A una señal de ANNENKOV, VOINOV sale. KALIAYEV está postrado. Silencio. Entra STEPAN.)
 
ANNENKOV: ¿Y?
 
STEPAN: Iban niños en el carruaje del gran duque.
 
ANNENKOV: ¿Niños?
STEPAN: Sí. El sobrino y la sobrina del gran duque.
 
ANNENKOV: El gran duque iría solo, según Orlov.
 
STEPAN: Estaba también la gran duquesa. Era demasiada gente, supongo, para nuestro poeta. Por fortuna, los soplones no vieron nada.
 
(ANNENKOV habla a STEPAN en voz baja. Todos miran a KALIAYEV, que alza los ojos  hacia STEPAN.)
 
KALIAYEV  (enajenado): Yo no podía prever... Niños, niños sobre todo. ¿Has mirado a los niños? Esa mirada grave que tienen a veces... Nunca he podido sostener esa mirada... Un segundo antes, sin embargo, en la oscuridad, en el rincón de la placita, yo me sentía feliz. Cuando las linternas de la calesa comenzaron a brillar a lo lejos, mi corazón empezó a palpitar de alegría, te lo juro. Latía cada vez más fuerte a medida que aumentaba el ruido. Hacía el mismo ruido en mí. Me daban ganas de saltar. Creo que estaba riéndome. Y decía: «Sí, sí... » ¿Comprendes?
 (Aparta la mirada de STEPAN y recobra su actitud abatida.) Corrí hacia el coche. En ese momento los vi. Ellos no reían. Estaban muy erguidos y miraban al vacío. ¡Qué aire tan triste tenían! Perdidos en sus trajes de gala, con las manos sobre los muslos, el busto rígido a cada lado de la portezuela. No vi a la gran duquesa, sólo a ellos. Si me hubieran mirado, creo que habría arrojado la bomba. Para apagar por lo menos esa mirada triste. Pero seguían mirando hacia adelante. (Alza los ojos hacia los otros. Silencio. Más bajo, todavía.) Entonces no sé qué pasó. Mi brazo se debilitó. Me temblaban las piernas. Un segundo después era ya demasiado tarde.  (Silencio. Mira al suelo.)
Dora, ¿he soñado? Me pareció que las campanas sonaban en ese momento.
 
DORA: No, Yanek, no soñaste. (Apoya la mano en el brazo de KALIAYEV. Este alza la cabeza y los ve a todos mirándole. Se levanta.)
 
KALIAYEV: Miradme, hermanos; mírame, Boria, no soy un cobarde, no me he echado atrás. No los esperaba. Todo ocurrió demasiado rápidamente. Aquellas dos caritas serias y  en mi mano ese peso terrible. Había que arrojarlo sobre ellos. Así. Directo. ¡Oh, no! No pude.
 
 (Desplaza su mirada de uno a otro.)
 
KALIAYEV: En otro tiempo, cuando conducía el coche, en mi casa, en Ucrania, iba como el viento, no temía nada. Nada en el mundo, salvo atropellar a un niño. Me imaginaba el choque, la cabeza frágil golpeando el suelo...  (Calla). Ayudadme  (Silencio). Quería matarme. He vuelto porque pensé que debía rendiros cuentas, que vosotros sois mis únicos jueces, que me diréis si tenía razón o no, que no podíais equivocaros. Pero no decís nada. (DORA se le acerca hasta tocarlo. Él les mira; con voz abatida. ) Propongo esto: Si decidís que hay que matar a esos niños, esperaré a la salida del teatro y arrojaré solo la bomba a la calesa. Sé que no fallaré. No tenéis más que decir, yo obedeceré a la organización.
 
STEPAN: La organización te había ordenado que mataras al gran duque.
 
KALIAYEV: Es verdad. Pero no me había pedido que asesinara niños.”
 
 

Por María Pía Chiesino


Cada vez que releo Los Justos, este es el momento que más me conmueve. En el Acto Primero, Kaliayev  había insistido en su deseo de ser quien matara al duque. Nada más parece tener sentido para él. A pesar que es nuevo dentro del grupo, insiste en llevar adelante esa acción que va a valerle el reconocimiento de los demás. Aparentemente, todos están unidos en ese combate contra el despotismo. Y el eje de sus vidas pasa por terminar con el régimen.
De todas formas, el parlamento en el que Dora reconoce que tiene miedos, empieza a evidenciar fisuras en la manera de ver las cosas dentro de la organización. Y esto pasa porque todos son personas distintas que tienen una idea común que las nuclea, pero que no las anula como individuos.
El acto de Kaliayev, de negarse a arrojar la bomba porque en el carruaje hay niños, es profundamente humano e individual. Hasta lo remite a su infancia. Al miedo que le provocaba la posibilidad de atropellar a un chico con su auto, cuando vivía en Ucrania.
Él sabe que esto puede aislarlo del grupo. Está desobedeciendo una orden. Pero prioriza su propio tormento interno a la “necesidad revolucionaria” de matar una criatura arrojando una bomba. Nada sería peor para él que cargar con el asesinato de un inocente.
Camus jamás toleró la afirmación de que el fin justificara los medios. Esto aparece enunciado en El hombre rebelde, y aparece en esta secuencia de Los Justos. De los intelectuales de posguerra, Camus fue el primero en criticar al stalinismo desde la izquierda. Esto le valió el aislamiento y la condena explícita de otros intelectuales europeos. No le importó. No negoció sus convicciones más profundas, y puso a Stalin en paralelo con Hitler.
A pesar de que el comunismo le dio la espalda y lo criticó, siguió denunciando las atrocidades que no estaba dispuesto a tolerar en nombre de la revolución y de una vida mejor para los seres humanos.
En este sentido, podría asimilarse entonces a Camus con Kaliayev. No le interesa lo que pregone el comunismo si en nombre de la revolución se abren campos de concentración. Esto sólo transforma la vida en muerte.
Y cuando el poder dispone las piezas de esta manera en el tablero, siempre pagan inocentes. Camus lo sabía. Kaliayev lo sabe. Y se pone a disposición de la organización para que se lo juzgue. Y llegado el caso, se lo acuse de traidor. A lo que no está dispuesto, en nombre de ningún interés y de ninguna ideología, es a cargar para toda la vida con el recuerdo de haber asesinado niños.  



 Los justos


 Albert Camus


 Madrid, Alianza, 2003

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