Poesía de lo eterno

No dejan de impresionar nunca lo que ciertos mecanismos que el ser humano inventa logran conseguir. El sacrificio, incluso en la forma extrema del padecimiento, justifica en ocasiones, inserto en sistemas de ideas en los que se funda, explica y sostiene, la pasión por el arte o por la vida. Adoptar esta posición subjetiva involucra mucho más que un mero procedimiento literario. Es el propio cuerpo el laboratorio con que experimenta el poeta. En todo caso, lo sobresaliente es cuando logra traducirse en otra cosa, dar forma a una obra, como en el ejemplo del poeta místico San Juan de la Cruz, que alcanza ese tipo de conversión. Sobre su vida y poesía, y a modo de homenaje por el natalicio del escritor español, escribe un artículo para Libro de arena Ernesto Hollman.



Por Ernesto Hollman


La poética de San Juan de la Cruz o Juan Yepes, según su acta de nacimiento, reúne toda la Hermosura o lo Hermoso que hay en Él, cómo esencia misma de lo inefable. Dice Marcelino Menéndez y Pelayo: ”Pero hay una poesía más angélica, celestial y divina, que ya no parece de este mundo, ni es posible medirla con criterios literarios, y eso que es más ardiente de pasión que ninguna poesía profana, y tan elegante y exquisita en la forma, y tan plástica y figurativa como los más valiosos frutos...” La poesía de San Juan se transforma en la esencia misma de lo Otro, no hay razonamiento científico ni racional que pueda analizarla, es preciso dejarse arrastrar por las palabras: “Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo/ toda ciencia trascendiendo”. Esta es la primera glosa escrita por el primer carmelita, frailecito -por lo pequeño- descalzado, cómo decía la otra gran mística y reformadora, Santa Teresa: “Ahora tengo medio fraile para reformar el Carmelo”·  Hay que dejar que “Entréme…” nos abra la puerta del Dolor de no poder estar en Aquel que es el Principio; el místico poeta le contestó a un Cristo que llevaba la cruz y que le preguntó qué premio deseaba por tanto sufrimiento: “Padecer, Señor y ser menospreciado por vos”. Este padecimiento es la base de sus grandes obras: “Subida del Monte Carmelo”, “Noche Oscura del Alma”, “Cántico Espiritual” y “Llama de amor viva”.
Para comprender algo de los poetas místicos es necesario emprender el camino del sufrimiento para llegar a la Paz, como lo entiende Buda en su eterna contemplación o el gran poeta religioso persa Omar Khayyam en sus “Rubaiyat”, y con él todos los Maestros del Sufismo. La idea del sufrimiento para la búsqueda de lo Eterno está hoy muy degradada en occidente, incluso lo suficientemente mal interpretada por todos los llamados “maestros” espirituales que pululan por ahí, como para devastar la poética mística.
La mística española (el sufrimiento) es en este sentido altamente compleja e intricada. Nunca en ellos la pasión por el padecer se convierte solamente en flagelación como en Santa Rosa de Lima, por ejemplo. El fuego colma de divina calma, es la llama que lo consume: “…en la noche serena, / con llama que consume y no da pena”. El sufrir se asevera siempre en la poesía, en el éxtasis de un devenir de la Hermosura que ha de brillar en la misma esencia de Dios, en la sabiduría de la simple e inmaculada llaga de la carne, que es el estigma del Jesús crucificado. Describe Santa Teresa al poeta cuando lo visita: “La nieve se le escurría entre los harapos de su hábito, por el mendrugo de pan que sostenían sus manos y bañaban sus pies descalzos”. Y este sufrimiento está presente, sean estos poetas San Juan, Santa Teresa y Fray Luis de León o legos en el arte de la escritura como los anacoretas o los Mártires de la Fe.
En “Coplas del Alma que pena por ver a Dios” en el Canto 7 escribe San Juan: “Sácame de aquesta muerte, / mi Dios, y dame la vida; / no me tengas impedida / en este lazo tan fuerte; / mira que peno por verte / y mi mal es tan entero, / que muero porque no muero!.  
La carne como prisión del alma, el alma prisionera encerrada en un abismo nocturnal y que es aún la alborada; “En una noche oscura / con ansias de amores inflamada, / ¡Oh dichosa ventura! / salí sin ser notada, / Estando ya mi casa sosegada”. Ya el alma sólo podrá elevarse a la eterna Hermosura no poseyendo nada, sólo el indecible misterio, sin andamiajes ni moléculas que trastornen la bienaventuranza final: “Para venir a saberlo todo, / No quieras saber algo en nada. / Para venir a gustarlo todo, / No quieras gustar algo en nada. / Para venir a poseerlo todo, / No quieras poseer algo en nada. / Para venir a serlo todo, / No quieras ser algo en nada.” (Subida del Monte Carmelo).
La poesía de San Juan no es sólo Dolorosa, es también contemplativa y amorosa,  bella y esplendorosa como puede serlo la poética de un Góngora o un Garcilaso. “Un pastorcillo solo está penado, / ajeno de placer y de contento, / y en su pastora firme el pensamiento, / y el pecho del amor muy lastimado.”
La soledad acompaña su entera vida: “Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente.”  (“Dichos de luz y amor”).
La contemplación de la vida como un paso a lo Supremo deviene en su canto más excelso: el “Cántico espiritual”,  que consta de cuarenta estrofas y posee dos corpus, el primero escrito en la cárcel y el segundo reelaborado en su estadía en el priorato de Granada desde 1582 a 1588, un período de relativa paz y concordia con la Iglesia, que más adelante veremos: “Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos / con presura / y yéndolos mirando/ con sola su figura/ vestidos los dejó de su hermosura.” (E-5) “¡Oh cristalina fuente,/ si en esos tus semblantes/ plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados!” (E-11) “Gocémonos, Amado,/ y vámonos a ver en tu hermosura/ al monte y al callado / do mana el agua pura; / entremos más adentro en la espesura” (E-35) “y luego a las subidas / cavernas de la piedra nos  iremos, / que están bien escondidas, / y allí nos entraremos / y el mosto de granadas  gustaremos”. (E-36)
En este verso hay una analogía perfecta con los “rubaiyat” donde el mosto rojo es la sangre en la copa sacralizada de la unión, que hace florecer la conciencia del alma marchita. Y el última estrofa de “Noche Oscura” “Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el / Amado, /cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”. Aquí como se deja entrever es la unión nupcial entre el Amado y la Amada, se encuentra la perfección armónica del Amor consumando; es el lirismo en la máxima expresión de la vida contemplativa, que es naturaleza y se convierte en el mundo trascendental. El Amado es el elemento, tierra, montaña, ríos; la Amada es la sensualidad de lo ligero, las flores, las aves, la fuente. Es el hábitat para el amor, en donde la soledad morará en la Hermosura. Es la teofanía perfecta, el encuentro del místico en el éxtasis de plenitud, el pájaro por fin ha encontrado su nido etéreo, se ha despojado de cuanto conlleva su especie.
San Juan nació de un pleno amor, de una elección de vida. Su madre era una sierva de una casa de renombre y su padre un hidalgo caballero que fue desposeído de su fortuna cuando optó por el amor de su amada. Este benjamín del amor vino al mundo en 1542 en la frontera de Fontiveros, en el borde mismo en el que Ávila se funde en la sabia Salamanca, tierra del insigne Miguel de Unamuno. Muy pobre, debió trabajar desde niño en diversos oficios, hasta servir en un hospital y Colegio de Medicina a las órdenes de los jesuitas. Pero abandona todo su porvenir de médico y toma los hábitos en el Carmelo para estudiar filosofía y  teología.
La ansiedad por la vida monástica lo impulsa a ingresar en la comunidad de los cartujos, pero he aquí que la Providencia se cruza en su camino y conoce a Santa Teresa de Ávila que lo convence de acompañarla en su cruzada para reformar el Carmelo. Y es así que a los veintisés años funda en Duruelo el primer convento de descalzos carmelitas. La reforma causa profundo malestar en gran parte del clero español, que vivía con holgura y chanzas ventajosas de prebendas reales. Los carmelitas calzados se conjuran para encerrarlo en una celda y hacerle cambiar de opinión con respecto a la reforma. Ante su negativa, nueve meses pasa San Juan en las peores condiciones de preso, hasta que decide, con la ayuda de uno de los frailes carceleros, escapar por una ventana del convento y refugiarse en la comunidad de Santa Teresa.
Las fundaciones no sólo eran un refugio del mundo para contemplativos, flagelantes o aspirantes a la santidad, eran también continentes de enseñanza que incluían todas las artes: letras, pintura, arquitectura y ciencias como astronomía y física. De estos claustros derivaron infinidad de colegiaturas, entre ellas la célebre universidad de Alcalá de  Henares.  
A los cuarenta y nueve años, luego de una larga enfermedad en una pierna, (se supone que padecía una gangrena generalizada), San Juan de la Cruz murió en la ciudad de Úbeda el 14 de diciembre. El 27 de diciembre de 1726 fue canonizado, el 24 de agosto de 1926 fue declarado por el Papa Pío XI Doctor de la Iglesia Católica Universal. Desde 1952 es el Patrono de los poetas de lengua española.




Por los senderos del Hades marcho, pobre de mí,

Sin retorno, 

Hundido en el abismo de la noche.
En la noche oscura de mi alma,
Al frailecito espero encontrar
                          Y que un verso suyo me diga
Que hoy no puedo recordar.
¿Cómo era? 
Una azucena por almohada era!
O su pecho abría y en su corazón 

Descansaba mi cabeza que muerta estaba. 

(Poema para San Juan, Ernesto Hollmann)                                                                                                                                                                          

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