Un rumor llamado Marosa

A diez años de la muerte de la poetisa uruguaya Marosa di Giorgio Libro de arena dedica una semana a homenajearla a través de publicaciones diarias que la tendrán como protagonista. Hoy se presenta una breve semblanza de la autora junto con tres textos poéticos que dejan oír su voz.




Figura reconocida por todos aquellos que la nombran como singular, como atípica, excéntrica y fuera de su tiempo, retraída y atrayente a la vez, Marosa di Giorgio es emblema de la literatura uruguaya y latinoamericana por el inconfundible tono de su voz. Su obra transita el relato y la poesía y los funde en uno, prosa poética o poesía en prosa. Es probablemente en la poesía donde nace, se hace y renueva la lengua que le es propia. La lengua de Marosa  da vida a cada sonido, a cada murmullo de la naturaleza y se encarga de transfigurar sus objetos en partícipes animados del mundo humano con el que se diría que dialogan. En Los papeles Salvajes decidió ruenir toda su obra poética. Adriana Hidalgo Editora publicó, en el año 2000, una nueva edición de esta compilación en dos tomos en los que aparece, en versión reducida, las Diamelas a Clementina Médici, una pieza que había permanecido inédita, y que la poeta escribió a propósito de su madre. Su reconocimiento y recuerdo de su ambiente familiar la llevaron a escribir en memoria de su abuelo materno Pasajes de un memorial al abuelo toscano Eugenio Médici, texto que concluyó unos meses antes de su fallecimiento y que es parte del tributo a sus raíces italianas. Los recitales poéticos en los que participó, en los que daba voz a su poesía atestiguan la gran capacidad que tenía para dar vida a las palabras a las que imprimía su tono inconfundible. Muchos señalan que el universo de las letras latinoamericanas no le ha dado a Marosa aún el reconocimiento merecido. Sin embargo, la obra poética de la uruguaya ha trascendido fronteras, territoriales y verbales y ha sido traducida al portugués, francés, inglés e italiano. Además de los poemarios publicó varios volúmenes de narrativa erótica, entre los que se pueden nombrar Misales, Camino de las pedrerías y Reina Amelia. Nació en Salto, en 1932, y murió en Montevideo , en 2004.





Las tardes de la casa cuando ninguna hablaba y parecía que sí. O mi madre parlando sola allá en la alcoba; y yo igual. El inenarrable jardín de alelíes: varas en rojo azul brillante. Lo feroz era tener seis años y al mismo tiempo treinta; todos los dramas de la casa acaecían dentro de mí.

Y las sombras altísimas, misteriosas, que se desprendían de la pared, andaban como personas, y al día siguiente volvían a aparecer ante mis miradas aterradas.

Las clavelinas y el perfume exquisito, el ensoñado rosa, donde los arácnidos tenazmente prendían su pedrería. El picaflor espejeando sobre la olla de miel, ¡y la olla con arroz! Mi madre, al verle, inventaba un poema, que guardaba en el aire, que nunca escribía.

Ésta es la historia que no tendrá fin.

***

La vaca vino a hablar con mi padre. Él la recibió en su escritorio. La vaca hablaba con ronca voz, en nombre de sí y de las otras vacas.

Recordó el día de hielo en que nacía, la madre que la bañaba y le dio la leche, el cyclamen que trajo en las sienes al nacer, como reflejo de su sino triste, del cuchillo.

Afuera están el Jazmín del Paraguay, todo nevado de azul, azúcar y rocío, y las tortugas andando inmóviles bajo el plato, serias y despreocupadas.

La vaca hablaba con ronca voz, en su nombre y en el de las otras vacas. Papá le miró el áspero mantón y los redondos zapatos naturales.

Mamá y sus primas se asomaron a escuchar.

La vaca miró a papá con ojos color de agua.

Papá bajó los suyos, sin prometerle nada.

***

Empezaron a caer mariposas, redondas, chicas, con más hojas de las necesarias, color verde manzano, manzana muy verde, rosa leve, rosa granate. Caían por toda la mesa, las sillas, el piso y el sofá. Caían afuera y adentro, perpetuamente.

Haciendo un rumor de hojas secas, de papeles; parecían hablar entre ellas. Llegaron del este, en bandadas; del sur, en grandes bandas; del oeste, en polvareda; del norte, en llamaradas.

Hasta que bajaron al caldo y a los platos. Dimos un grito. Y nos acostumbramos a que formaran parte del caldo. La abuela —tan diestra— las trató con azúcar y las ponía sobre los postres, integrándoles.

Mamá las cosió —porque se podía—, en los ruedos; e hizo con ellas guías, mosquiteros y coronas.

Unos dijeron que no íbamos a sobrevivir.

Otros dijeron que era una gran desgracia.

Otros que era una desgracia fina y exquisita.

Y otros gritaron que simplemente no era cierto.

Que veíamos todo eso porque ya estábamos muertos.



Medusario, Antología de poesía latinoamericana, Fondo de Cultura Económica, México, 1996

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