Norma Huidobro: "Las historias salen de cualquier parte"

Libro de arena presenta la segunda parte de la entrevista a Norma Huidobro en la biblioteca La Nube. La charla retoma aspectos familiares, la presencia de la figura de sus abuelos, anécdotas y gustos propios de la vida de la autora que sirven de inspiración al momento de la escritura. También se reflexiona acerca de la decisión del público al que van dirigidas sus novelas. La presente entrevista es la última del ciclo correspondiente a los Encuentros con escritores de Literatura infantil y juvenil 2014 coordinados por Mario Méndez.
 

Mario Méndez: Otra de las cosas que hablamos el lunes pasado, con ¿Quién conoce a Greta Garbo?, que estaba en relación con El sospechoso viste de negro, es la fuerte presencia de los abuelos, que también aparece en El lugar perdido, tu novela para adultos. ¿A qué se deberá eso?

Norma Huidobro: En mi vida, mis abuelas fueron muy importantes. Cada una de ellas cargaba una historia que a lo mejor a mí me fascinaba un poco. En mi casa, tenía a una de mis abuelas que era española, la madre de mi papá, que me contaba muchas cosas. Dormíamos en la misma habitación, compartí la habitación con ella hasta que se murió, cuando yo tenía dieciséis años. Y ella me contaba de cuando era chica en España, y a mí me fascinaba y me parecían historias de la época de la Colonia. No tenía noción del tiempo. Viste que cuando sos chico dudás de que tu abuela haya sido chica alguna vez, (Risas) y cuando lográs entender que sí, que fue chica, pensás: “Quién sabe cuándo…”. Me contaba de todo. Y había historias, que a su vez me contaban mis tías y mi papá. Una de mis tías había muerto a los dieciséis años, y mi abuela me hablaba tanto de ella y de mi abuelo, que yo llegué a soñar con ellos, como si los hubiera conocido. La hermana menor de mi papá era la que más hablaba del pasado, (siempre hay alguien que habla más de esas cosas en las familias; cuando esa tía se murió, me di cuenta de que ya no quedaba nadie para transmitir esos recuerdos), y le gustaba contar anécdotas de la infancia. Mis dos abuelos eran españoles, y tenían en la casa, en Lanús, en la misma casa en la que yo me crié, un almacén. De esos antiguos, con despacho de bebidas. Imagínense que mi papá nació en 1920… acá en Buenos Aires, pero se fueron a vivir a Lanús, que en ese momento sería casi campo. Y además del almacén y el despacho de bebidas, mi abuelo tenía otro trabajo, y mi abuela atendía el almacén hasta que él llegaba a la tarde o a la noche. Cuando había algún borracho, ella lo sacaba con un cuchillo. A mí me contaban eso, y yo decía: ¿Pero cómo? ¿La abuelita? (Risas). Y mi tía me contaba que sí, que a punta de cuchillo echaba a los borrachos a la calle. Esas cosas para mí eran impresionantes. Porque lo que yo veía de mi abuela no tenía nada que ver con esa imagen; mi abuela era una dulzura, que me contaba montones de historias de España, pero la del cuchillo no me la contaba. Cuando ella vino a vivir a la Argentina, trabajó como cocinera en casas de “alta alcurnia”, como decía ella, de aquella época. Y la otra abuela, la de mi mamá, también era una mujer muy fuerte que se quedó viuda con cuatro hijos a los treinta y pico de años. Vivían en el campo, en Azul. Murió mi abuelo, que era mayordomo de estancia, y la familia se quedó en la calle, en plena década del ’30. Imagínense. Entonces se vino a Buenos Aires, y vivía entre Avellaneda y Barracas. Una vida durísima. Una mujer sola en la década del treinta, trabajando en el frigorífico La Negra, que quedaba en Avellaneda donde ahora hay un Shopping. Trabajaba ahí, y me contaba que a veces cruzaba el Riachuelo con un bote. Cuando ella me contaba esas cosas, vivía en Barracas, donde yo ubiqué a Anita Demare. Tuvo una vida muy dura, terrible, con los hijos también. Ellos eran los lectores. No sé cómo hacían para leer con tanta pobreza, eran otros tiempos, la lectura cumplía otro papel en las casas, evidentemente. Mi mamá, que era la mayor, quería ser maestra porque tenía tías maestras en Azul. Y mi abuela quería que fuera maestra, pero empezó a trabajar en una fábrica a los catorce años. Una vida durísima. Entonces, mis abuelas me quedaron como mujeres fuertes. A lo mejor de ahí me viene, tanta abuela en mi novela.

MM: Son muy fuertes, incluso cuando son antagónicas, porque en ¿Quién conoce a Greta Garbo?, la abuela vegetariana es una hincha bolas.

NH: Terriblemente pesada, sí. Cansa a cualquiera.

MM: El otro tema que justamente aparece, ahora que hablamos de la vegetariana, es la comida.

NH: Ah, sí, todos mis personajes comen mucho. (Risas). No sé si todos, pero casi todos.

MM: Es un cuidado especial que tenés…

NH: Es que a mí me gusta. Hay cosas que a mí me gustan, que reconozco que las pongo en los libros, y tengo que tener cuidado, para no poner todo igual. La comida, el invierno, el frío, el viento, la lluvia, son cosas que me fascinan. Me gusta el invierno, me encanta el frío. Entonces, tengo frío en muchos libros, tengo lluvia en muchos libros, y comida.

MM: Sí, la comida no falta. Greta, además, es un personaje muy interesante por esa cosa adolescente, del cuidado, de la pilcha y de la comida. ¿Y El lugar perdido? Ahora vamos a hablar un poco de literatura para adultos. Alguna vez te lo pregunté. Acá tuviste una decisión difícil como autora, que es tomar como uno de los protagonistas a un represor, un torturador. Contar en su relato interno el por qué de esa locura, y el límite lábil de la explicación y justificación. ¿Cómo surge El lugar perdido?

NH: Lo primero que surgió fue en una conversación que tuve una vez con mi cuñado, el marido de mi hermana, que tenía un proyecto de cine con un amigo. Andaban buscando un guión para una película que nunca se hizo, esos proyectos que quedan en la nada, pero a mí me sirvió. Me pidieron un argumento. Querían una historia de amor. Esto fue en los noventa. Querían una historia de amor que no fuera convencional, algo diferente. Nada de teleteatro. Todo fue en una charla de café, me acuerdo de que nos encontramos en el Británico. Y a mí se me ocurrió que podía ser durante la dictadura, porque ¿a qué escritor que haya vivido esa época no se le cruza algo de la dictadura para meterlo en alguna novela? Y una historia de amor podría ser la de una chica que es empleada doméstica, que viene de una provincia a trabajar a Buenos Aires, y se enamora, y además hay otra chica que se quedó en la provincia (todavía no sabía qué provincia era), y se mandan cartas… Así fue saliendo en la charla, y me puse a escribir. Empecé con las cartas. No sabía si la amiga estaba en Salta o en Jujuy. Quería una provincia del norte, porque conozco, pero no tanto como conozco Tarija, en Bolivia.  Conozco porque mi marido es tarijeño y viajamos infinidad de veces. El sur de Bolivia –Tarija-, Jujuy y Salta tienen mucho contacto, es una sola región. Tenés mucha semejanza con Salta y Jujuy; la gente habla parecido. Y como yo voy tanto, tengo el tonito, las palabras que usan, los nombres, todo tan incorporado, que ubiqué la historia en el norte. Usé cosas de Tarija, pero no quería irme ahí, quería que la historia fuera en Argentina. Si estaba con el tema de los desaparecidos, no iba a hacer que la cosa transcurriera en otro país, me iba a quedar acá. Pero usé maneras de hablar e incluso historias, que saqué de Tarija. Empecé a escribir las cartas. Lo de la película quedó en nada, y yo seguí escribiendo de a poco. Yo sabía que iba a haber un represor que buscaba a alguien acá en Buenos Aires, y que la única forma de rastrearlo era a través de la chica que vivía en el norte. A través de las cartas.


MM: La chica, por lo que contaste de la historia de amor, se enamora de un ferroviario…

NH: Sí, la chica que viene acá, a trabajar como empleada doméstica, conoce a un gremialista ferroviario, que después, durante la dictadura, es buscado como subversivo, por su actividad gremial. Y los dos empiezan a escapar. Y la que está en Jujuy es la amiga, y se mandan cartas. En el lugar donde vivía la chica de Buenos Aires con su novio, encuentran una carta de la de Jujuy. Es lo único que hay para rastrearlos. Entonces, un represor, haciéndose pasar por otra persona, se va al norte a ver a la otra chica que no está enterada absolutamente de nada. Y así empieza la conexión. Hasta ese momento estaba todo bien. Tenía las primeras páginas, tenía a la chica acá, tenía la chica allá, el novio, las cartas, y el represor que va a buscar algún dato para enganchar a los que están en Buenos Aires. Y cuando llegué ahí, no sabía qué hacer con el represor. Él busca a la chica por la dirección de la casa, (la chica tiene un bar con la abuela) y una vez que los dos se encuentran, hablan –él se presentó como un detective- y dice que busca a Fulanita a pedido de su hermano; la chica le dice que la busque en Buenos Aires. El tipo insiste y le pregunta si no tiene cartas de la amiga que puedan servirle para encontrarla. Ella dice que sí, que tiene, pero se niega a dárselas. Él se va del bar, y ahí me quedé sin saber qué hacer con la historia. Son esas cosas que pasan cuando estás escribiendo. Me metí en eso y no sabía qué hacer con ese tipo. Estaba viviendo en una pensión, en una pieza que le alquilaba a una señora, sale del bar y se va caminando hasta la casa. Entonces aproveché la caminata y me puse a describir lo que veía. A medida que va caminando, ve una callecita, diferente al resto de las calles. Es más ancha, tiene juegos de luces y de sombras, una pared, unas plantas que se asoman, que es un cuadro que yo veo en Tarija cada vez que voy. Una pintura que está en el comedor, y es de un pueblito de Bolivia que se llama San Lorenzo. Es un cuadro de un pintor amigo de mi suegro, que lo quiero heredar yo. Mis cuñados me van a matar. Es una calle en perspectiva, con charcos de agua. Es como si recién hubiera salido el sol, después de haber llovido. A un costado hay una pared con plantas que caen, como las enredaderas de las casas viejas. Juegos de luces y de sombras y en el fondo, un arbolito. Me acordé de ese cuadro. En la necesidad de describir algo me acordé de una ficción, como la de ese cuadro. Entonces ubiqué al personaje en una calle así, y él empezó a asociar esa casa con su casa del pasado, de cuando era niño. Ahí me metí como loca, y seguí con sus recuerdos. Cada vez que pasa por esa calle, el tipo recuerda. Y cada vez que mira una puerta, esta se abre un poco más y él ve el patio de la casa de su infancia. Mi problema era no justificar nunca jamás lo que él era en el presente por lo que había sido en el pasado, un niño con una vida desgraciada. Un desastre. Ese era el problema. Yo no quería justificar nada; cualquier torturador fue un niño en el pasado. Y no vamos a justificar atrocidades del presente por experiencias desgraciadas del pasado. Igual, una cosa que a mí me permitía escribir tranquila, era saber que yo iba a matar al personaje, que ese tipo iba a morir. Eso lo supe desde el principio…

MM: Si la están leyendo, ya saben el fin… (Risas).

NH: ¡Ay… claro! Mirá vos… Bueno, ¿cómo no va a morir un torturador?



MM: ¿Alguna pregunta del público, o sigo preguntando yo? El lunes pasado hablamos bastante…

Asistente: Con respecto a los personajes de El lugar perdido, o de otras, cuando vas armando la historia, ¿vas conviviendo con ellos mientras escribís?

NH: Todo el tiempo. Me acuesto y me levanto pensando en eso, y estoy cocinando y pienso en eso todo el tiempo.

MM: ¿No es el mejor momento?

NH: Es hermoso. Es como un juego. Uno está como un poco escindido. No puede deslindar bien las cosas. Estás haciendo la comida pero estás pensando en eso. Creo que es algo que tiene que ver con la infancia.

Asistente: ¿Te parecía que matar al represor era hacer justicia, de alguna manera?

NH: Para mí, sí. Se podría haber hecho justicia de cualquier otra forma, pero yo quería eso. Además, acordate de lo de la vieja justiciera… No, no cuento más, porque si alguien la va a leer o la está leyendo, no quiero contarle más.

MM: Ahí sí que está la abuela mala…

NH: Y una vieja que es buena. Hay una historia que la saqué de Tarija, y me sirvió para esto. Yo me casé con mi marido en el ’76. En enero, antes del golpe. Viajamos a Bolivia, yo era la primera vez que iba, no conocía a nadie. Tarija no es un pueblo, es una ciudad. Para nosotros sería un pueblo, pero es una ciudad, porque tiene universidad, tiene vida autónoma, en Bolivia, hasta la década del cincuenta todas las ciudades tenían vida autónoma. No se conectaban entre sí, por la topografía del país. A partir del gobierno de Paz Estenssoro empezaron a comunicarse, se hicieron rutas. Pero hasta esa época, eran pueblos o ciudades aislados. Cada uno, independiente. Cada ciudad tiene sus características bien definidas. Tarija tiene vida propia. Para mí, era todo nuevo. Allá tengo suegros, cuñados, las hermanas de mi suegra, una familia enorme… Y mi suegra me llevaba, a veces con mi marido, o a veces sola, con ella, a visitar gente. Esas cosas, que yo hacía de chica con mi abuela, la que era española, que no tenía familia, pero tenía montones de amigas, y me llevaba a todas las casas. A mí me fascinaba. Me la pasaba mirando, estudiando, curioseando. Y acá era lo mismo, con la diferencia de que ya era grande. Una vez, mi suegra me dijo que iba a la casa de doña Juanita. Me preguntó si quería ir, y le dije que sí, porque a mí me encantaba chusmear. Fuimos a lo de doña Juanita, una señora que en ese momento me pareció vieja y seguramente no lo era tanto (yo tenía veintiséis años); estaba sentada, arropada (fuimos en verano, pero era de noche y allá hace frío). La señora estaba enferma. Tenía anginas, o algo así. Y había un séquito de chicas jóvenes atendiéndola. A mí me resultó raro. Mi suegra charló con ella. Todas le decían “mamita”. Eran un montón de hijas mujeres, y una nena chiquita. Algunas eran más grandes que yo, otras más o menos. Cuando salimos, yo le comenté a mi suegra: “Cuántas hijas que tiene doña Juanita”. Y me dijo: “Mirá que todas no son las hijas, hay una que es la nieta, pero es como si fuera la hija”. Yo le pregunté por qué, y me dijo que la mamá de esa nena, la había tenido de soltera. Se había ido a estudiar a Sucre y había vuelto con la bebita. La madre, esta doña Juanita tan amorosa, que parecía una dulzura de mujer, le había dicho que a la nena la iba a criar ella, pero a la chica la echó, porque era “una perdida”. Le sacó la nena, se la quedó ella, y la chica se fue. Yo no lo podía creer. Mi suegra me contó que una mañana había salido de su casa y la había visto con la beba en brazos, en la esquina, le preguntó qué hacía y la chica le dijo que quería ir a la casa de la madre, pero que no se animaba. Mi suegra la convenció para que fuera, la chica fue y la madre la echó, pero le sacó a la hija. Eso lo puse en El lugar perdido, porque me asombró muchísimo. Es apropiación de menores, sin duda, aunque sea dentro de la misma familia. Conozco otros casos así.

Asistente: Me parece que puede haber sido algo de la época. Una señora de Santiago del Estero  contaba de alguien que había criado una criatura y a la madre la había mandado de vuelta.

NH: Claro, porque era una “perdida”. Terrible. Cosas de antes, cuando era un horror que una mujer soltera fuera madre. Y lo tomé para la novela. Para la abuela mala.

MM: Todo sirve.

NH: Sí, todo sirve para escribir. Las historias salen de cualquier parte. Una vez, en una escuela me dio mucha ternura, porque un nene me dijo que me envidiaba la imaginación. Yo le dije que todos tenemos imaginación, que no tenía que envidiar eso, que después lo de ponerse a escribir es trabajo, pero que imaginación tenemos todos.

MM: Bueno, ¿en qué proyectos andás?

NH: En junio estuve en Tarija, porque mi suegra cumplió noventa años. Tiene una salud envidiable. Es de familia. Su hermana mayor creo que tiene noventa y dos, y la menor ochenta y ocho, una cosa así. Son unos personajes impresionantes. Se pelean… las tuve a todas juntas. Me cuentan historias. Y como a mí me encantan, pregunto. Entonces me dicen que las ponga en el libro (Risas), y me cuentan, y me cuentan. Después pasamos por  Salta, y ahí me enteré de una cosa con la que me hice el bocho con una novela que quiero empezar, creo que para adultos. Todavía no escribí nada. Tomé notas a mano en un cuaderno que siempre anda conmigo. Una de mis cuñadas, la hermana mayor de mi marido, que en este momento tiene, creo, setenta años, cuando mi suegro fue cónsul en Argentina, ella y otro hermano estuvieron internos en colegios de Salta. Mi cuñada, que estaba en el cumpleaños de mi suegra, nombró el colegio en el que estuvo ella, y a mí me pareció que lo conocía. Me anoté el nombre, y en el viaje de vuelta, estuvimos con mi marido un día en Salta, y fuimos al colegio, que era un lugar que yo recordaba, simplemente de pasar por ahí. Santa Rosa de Viterbo se llama. Es un colegio de monjas. Enorme. Casi una manzana. Y empecé a tejer, entre Tarija y Salta, una historia familiar que todavía estoy pensando. No cuento más. Tiene que ver con cosas que me han contado ellas y cosas que no me han contado y que irán surgiendo por el camino. Ese es un proyecto. Y después, otro para chicos.

MM: ¿Habías vuelto a escribir para adultos?

NH: Sí, tengo una novela con la que no tuve ningún resultado favorable, y la tengo terminada. Es una especie de policial, en el que mezclo alguna cosa esotérica. Me fue saliendo así. Algo que tiene que ver con el pasado. No la llevé a ningún concurso. Me la leyeron en Alfaguara, y me dijeron que no, y que llevara otra cosa. La leyó mi agente literaria, y me dijo que lo policial con lo esotérico no va. La leyó una amiga que me dijo que le gustaba, pero no le terminaba de cerrar. Yo tuve en cuenta todo lo que me dijeron, volví a leerla, tomé algunas notas para hacer una nueva corrección y la guardé. Veré qué resulta de todo eso el año que viene.

MM: ¿Tenés agente literaria?

NH: Surgió después de El lugar perdido. Yo no tenía ni la menor idea de lo que era un agente literario, ni de cómo funcionaban esas cosas. Cuando gané el premio me mandaron  dos  mails. Uno, un hombre que se llama Matías (no me acuerdo del apellido, es alemán), y una mujer que se llama Irene Barki, que es francesa. Los dos me dijeron que les había gustado la novela y que querían representarme en el exterior. Entonces, en Alfaguara le pregunté a Julia Saltzmann a cuál de los dos me recomendaba. Y me dijo que no podía recomendarme a uno solo, porque los dos eran muy buenos. Sólo me dijo que el alemán vivía en Alemania y venía poco acá. Que trabajaba muy bien, pero que no íbamos a tener mucho contacto. Y que la francesa, que también era muy buena, vivía en Buenos Aires desde no hacía mucho (esto fue en el 2008) y que, por eso mismo, nos veríamos más. Me entrevisté con los dos. El alemán me cayó muy bien, pero cuando me encontré con Irene… es muy especial, muy apasionada por lo que hace, y eso me encantó. Solamente acepta representar lo que le gusta. Ama su trabajo. Entonces me convenció con esa pasión que tiene. Ella también llevó mis libros infantiles a Francia. Ya me publicaron Sopa de diamantes, Un secreto en la ventana, El misterio del mayordomo, y están traduciendo Octubre, un crimen.

MM: Y es sólo para el extranjero…

NH: Sí, acá no hace falta.

MM: Dijiste que no sabés cuándo un libro es para adultos, y cuando para chicos o para jóvenes…

NH: No sé si es que uno no sabe. Es como una intención. “Quiero hacer una novela para adultos”. Y me pongo a pensar en una historia para adultos, de entrada. Eso es.

MM: ¿Y el límite más difícil, entre los pre-adolescentes y los adolescentes?

NH: Es muy relativo. Depende de la capacidad lectora de cada chico. Algunos son muy lectores. He visto chicos de diez años que leen libros de Zona Libre, que es una colección que no tiene edad, pero que se supone que es para chicos de doce años para arriba.

MM: Un poco más, incluso.

NH: Sí, son libros que se piden en el secundario. Y hay chicos que los leen antes. No tanto este. Quizá libros que son un poco más complejos. Eso depende de la capacidad lectora de cada uno. Presenté una novela en Sudamericana que va a salir en abril, en una colección que se llama Sudamericana Joven. Ahí tengo La mujer del sombrero azul. Con esta nueva, pensé que iban a cuestionarme algo, porque los personajes no son adolescentes y la temática que se toca tampoco está en la esfera de sus intereses. Hay un solo chico que tiene una actuación importante, pero la protagonista es una chica de treinta años. Es un policial con mucho humor, y donde hay un crimen que se resuelve a través de las distintas entradas de un blog. No se sabe quién es la bloguera, pero se puede sospechar. Yo misma me cuestiono y me pregunto quién leerá eso, si les interesará la temática. Pero bueno, en Josepérez…, que es para chiquitos, los protagonistas son dos viejos…

MM: Quizá uno de los más exitosos de Zona Libre, que es Los vecinos mueren en las novelas, no tiene adolescentes.

NH: Sí… igual uno se pregunta esas cosas.

MM: Bueno, ¿querés leernos algo antes de terminar?

NH: Tengo un cuento impreso en la cartera. Todavía no tengo el libro, todavía no lo fui a buscar, por eso me lo traje impreso. En la Colección Barco de Vapor, de la editorial SM, salió un libro que se llama Diez en un barco. Son cuentos de los diez primeros ganadores. Si es muy largo me dicen… Es de la Serie Roja. Podíamos escribir cualquier cosa, pero tenía que tener alguna relación con la lectura o la escritura. El cuento se llama La mentirosa.



La mentirosa
Lo que tiene de bueno escribir es que podés contar todas las mentiras que se te dé la gana, sin que te acusen de mentirosa.
Eso.
Hace rato que lo vengo pensando, aunque esta es la primera vez que me sale tan clarito. Y me salió así porque lo escribí, porque si hay dos cosas que no tienen nada que ver una con la otra son, precisamente, esas dos: pensar y escribir. Y para mentir bien, hay que escribir. No alcanza con pensar, ¿a quién le mentimos pensando? ¿A nosotros mismos? No me interesa mentirme a mí misma, me gusta inventar para los demás. Pero si invento hablando, me dicen mentirosa; en cambio, si invento escribiendo, me llaman escritora. Entonces escribo.
Y así fue como me le animé a esta historia, la agarré de los pelos y la miré a los ojos bien adentro, le arranqué hasta el último secreto y aquí va, a ver si alguien me la cree, al menos como cuento bien contado, porque como verdad, ni mi familia siquiera… Ya sé, pasó hace mucho, yo tenía cinco años y ahora tengo trece, ¿quién me va a creer que a los cinco resolví un crimen? Ojo, tampoco es que lo haya resuelto como los detectives de las novelas, nada que ver, pero lo supe, supe que él la había matado. Recuerdo la sensación. Suena raro, lo sé: recuerdo la sensación de haberlo sabido. Y nada más, porque cuando se es muy chico las cosas que pasan entran por la piel, por los ojos, por los oídos y se instalan en el corazón y ahí quedan. Pero cuando sos grande, aunque entren por los mismos lugares, van derecho a la cabeza, y entonces todo cambia.
“Sonia se murió”. “Sonia tuvo un accidente”. Eso dijeron en casa, todos, mamá, papá, la abuela, las tías. Nada más. A continuación vino mi certeza: “él la mató, yo lo sé”. Después los grandes siguieron hablando del tema días y días, pero el momento de mi revelación había pasado, la niña que fui a los cinco años no estuvo pendiente de ese suceso tanto tiempo como los mayores. Las cosas no funcionan así para los chicos. Entonces olvidé. Y empezó a correr el tiempo. Y fui a la escuela y aprendí a leer. Y empecé a aburrirme en las siestas de verano (los veranos son largos, las siestas son eternas, y más en un pueblo, vivo en un pueblo), y leí, leí, leí, llené mi cabeza de historias, inventé historias, me volví chismosa como mis tías y mi abuela (a lo mejor hay algo genético, vaya a saber). Y en algún momento (seguramente en verano) empecé a modificar, levemente, los pequeños acontecimientos de todos los días: contaba cosas ciertas, pero adornadas, embellecidas, con toques de gracia y color, y me di cuenta de que a la gente le gustaba escucharme. Pero también supe que a veces, algunos desconfiaban un poco de la veracidad de mis relatos. Y aquí estoy, a mis trece, con esta fama de mentirosa (fantasiosa dice mamá, siempre tan indulgente) que bien supe ganarme.
Hace una semana murió la madre de Sonia y, como era de esperarse, en el barrio no se habló de otra cosa que del trágico destino de esa familia, empezando por la muerte de la hija, siguiendo con la del padre dos años después y, ahora, la de la pobre madre, como si morirse fuera algo que les pasara a unos pocos desafortunados y no a cualquier ser viviente que habite este planeta. El día del entierro, tía Gloria vino a casa y, desde luego, el tema de conversación con mamá fue el de la funesta familia. No hicieron más que nombrar a Sonia y dos frases se encendieron en mi cabeza como dos letreros luminosos: “Sonia se murió”, “Sonia tuvo un accidente”. Dos verdades tan simples como limitadas, que guardé durante ocho años. Pero esta vez, mamá y tía Gloria comentaron el accidente, dieron detalles, y eso era nuevo para mí (los detalles eran nuevos, porque la sustancia bien que la conocía desde que vi lo que vi); ahora sabía qué tipo de accidente había tenido Sonia: le habían disparado un tiro en su noche de bodas. Un disparo en el corazón. Pobre Sonia. La bala pasó a través de la ventana abierta de la habitación del hotel de Capilla del Monte adonde había ido a pasar su luna de miel. Qué mala suerte. Enfrente del hotel había un campo de tiro; de pronto, una bala perdida —de noche, a quién se le iba a ocurrir—, ella asomada a la ventana (¿para qué?, vaya a saber, a lo mejor para aspirar el aire perfumado del jardín o para contemplar la luna y las estrellas, el paisaje de los enamorados) y listo, sucedió: su corazón de novia como una ofrenda en la ventana, vino la muerte y se lo llevó. La historia de mamá y tía Gloria terminaba ahí, nunca se supo quién había disparado esa bala. Tal vez nunca se quiso saber quién la había disparado. El campo de tiro pertenecía a una base militar: mejor dejar las cosas así. “Sonia se murió”, “Sonia tuvo un accidente”.
Para cuando mamá y tía Gloria dejaron de hablar, algo más que las dos frases del pasado se había encendido en mi cabeza: una imagen, varias imágenes, fragmentos de imágenes como pedazos de vidrios rotos desparramados en el suelo, que por un pase de magia vuelan por el aire para unirse otra vez y así reconstruir la copa a la que pertenecieron; y la copa se colmó de recuerdos, y los recuerdos burbujearon, espumosos.
Lo que vi esa noche cobró vida delante de mis ojos. La noche entera me tomó por asalto y volví a vivirla como a los cinco años.
Fue después de Reyes. La fiesta de casamiento, digo. Me acuerdo porque ese año a mi prima Rosi y a mí nos habían traído una bicicleta de regalo, y además porque ese fue mi último año de Reyes Magos (es uno de los riesgos de tener un hermano mayor: las fantasías duran menos), y también para Rosi, porque yo no me iba a guardar el secreto así nomás. Rosi aprendió a andar en bici primero que yo. Me acuerdo perfectamente de la tarde en que la vi llegar a casa andando sola (a propósito vino, porque sabía muy bien que yo todavía no había aprendido) y del ataque de envidia que me agarró, tan grande, que llevé la bici al patio de atrás y me puse a practicar, va y viene de una punta del patio a la otra, y en no más de media hora salí yo también a la calle pedaleando solita sobre las dos ruedas. Fue ese verano, el mismo del casamiento, me acuerdo bien.
Sonia vivía en una esquina, enfrente de mi casa, en un caserón enorme de ladrillos rojos y ventanas altísimas con rejas negras, donde ahora vive una familia con muchos chicos. Doña Rosalía y don Edelmiro, los padres de Sonia, se mudaron un año después de la muerte de su hija. De él no me acuerdo muy bien, sé que trabajaba en el campo y paraba poco en la casa. A doña Rosalía, en cambio, la tengo muy presente: bajita, caderona, siempre vestida de negro. La veo como en una sucesión de fotografías viejas: una con su cara sonriente en primer plano; otra, baldeando la vereda; una más, barriendo el patio; otra, caminando con la bolsa del pan; y así.
En el barrio siempre dijeron que doña Rosalía había malcriado a su hija. Sonia era una chica menuda, graciosa, de melena corta y flequillo, y cuando se reía (creo que todo el tiempo; no puedo imaginarla sin una sonrisa) se le hacían dos hoyitos de lo más simpáticos en las mejillas. Tengo una imagen de ella que me quedó para siempre, como una foto, también, pero en colores: Sonia en la puerta de su casa, la melenita, la sonrisa, pantalones pescadores y una blusa clara, hablando con algún muchacho. Siempre había uno o varios en la vereda charlando con ella. La gente la criticaba, decían que coqueteaba con todos y que cambiaba de novio demasiado seguido.
De la fiesta de casamiento me acuerdo muy bien, al menos, de la parte que nos tocó a los chicos. Los grandes no hacían más que bailar en el patio. Mamá me había hecho un vestido de plumetí celeste con la pollera plisada, y puntillas y cintitas de terciopelo azul en la pechera, igual al que tía Carmen le había hecho a Rosi (en esa época a mi prima y a mí nos hacían los mismos vestidos de fiesta). Cuando empezó el baile, corrieron la mesa para un costado y nos mandaron a jugar a la vereda para que no molestáramos en el patio. Igual, entrábamos y salíamos a cada rato para comer masas y bombones, y para tomar los restos de sidra de las copas de los mayores. Jugamos toda la noche a las escondidas. Era divertido porque teníamos la cuadra entera y más también para escondernos, los jardines de todas las casas, los pasillos, los patios, había para elegir. Era como si estuviéramos solos; los grandes, en lo suyo —el baile, la música, la charla, las risas—, y nosotros, libres.
A la primera que le tocó contar fue a Lidia, la hija del carnicero. La estoy viendo, de espaldas, la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados contra el tronco del paraíso. La espalda subiendo y bajando a medida que contaba, uno, dos, tres, los chicos en desbandada por la cuadra, cuatro, cinco, seis; yo, indecisa, sin saber para qué lado correr, hasta que de repente me iluminé: la casa, el interior vacío del caserón, siete, ocho, nueve, los grandes seguían bailando en el patio, la música atronaba, total, qué vecino iba a protestar si estaban todos en la fiesta; seguro que a Lidia no se le ocurriría buscarme allí. Diez, once, doce…
Atravesé el patio sorteando a las parejas, con esa certeza que tienen los chicos en ciertas ocasiones de ser invisibles para los mayores, y me metí en la cocina, salí por otra puerta y aparecí en otro patio, cerrado, muy amplio y largo, al que daban las puertas de las habitaciones, una al lado de la otra; al fondo se veía una escalera con baranda de metal que llevaba a una piecita, la única construcción en alto de la casa. La música y las risas llegaban desde el patio exterior como en sordina, no sé, era raro, porque el bochinche estaba ahí nomás, y sin embargo se oía como si viniera de lejos. La piecita iba a ser mi escondite; lo supe apenas vi la escalera. Ni con un poco de suerte Lidia me iba a encontrar ahí. Corrí, ansiosa, y me detuve ante el primer escalón. La puerta estaba apenas entreabierta y un hilo de luz se filtraba hacia el exterior. Respiré hondo y empecé a subir despacio. No tuve miedo, no pensé que podía haber alguien; sí que se habían olvidado de apagar la luz, nada más, pero igual subía pasito a paso, apoyando apenas los pies en cada escalón, sin hacer el menor ruido. Quería esconderme bien para que Lidia no me encontrara, justo ella, la más grande de todos los chicos, la mandona, la sabelotodo; que buscara, tenía toda la noche para buscarme. Entonces lo oí. El ruido, digo: suave, apagado. Venía de la piecita, sin duda. Una vez, otra. Había alguien, sí, alguien que corría algo de lugar, que sacaba una cosa de un sitio y la colocaba en otro; todo hecho de manera delicada, sin apuro, solo movimientos aquí y allá, de un lado para otro. Yo había llegado a la mitad de la escalera y podía hacer dos cosas; una de dos, mejor dicho: seguía subiendo o retrocedía. Volver era como traicionarme, era dejar que ganara Lidia. Nunca. Seguí. Escalón tras escalón, lento, lentísimo. Llegué a la puerta. Espié por la rendija. Lo vi. A él, lo vi. Al novio. No estaba en el baile, ¿qué hacía en la piecita, de espaldas a la puerta, delante de la cama? Entonces se acercó al ropero y comprendí, vi la valija abierta sobre la cama, una pila de ropa a un costado. Se preparaba para el viaje, la luna de miel, la valija, claro, los novios se iban después de la fiesta. Hacía varios días que había llegado de Pergamino, donde vivía, para instalarse en la casa de Sonia hasta el día del casamiento y, por lo visto, le habían asignado la piecita de arriba. Satisfecha mi curiosidad, decidí volver; era obvio que no podía usar la piecita como escondite, no me animaba, apenas conocía al novio, qué le iba a decir, mejor bajar, quedarme en la cocina, en una de esas a Lidia no se le ocurría buscarme ahí… Ya me iba, cuando reparé en un bolso que estaba sobre una silla, creo que lo que me llamó la atención fue que el novio se quedó un instante mirándolo, sí, lo miró, y yo lo miré a él y me pareció que se agitaba un poco, y después lo vi respirar hondo, como si quisiera calmarse, y después, sosegado al fin, vi que extendía una mano hacia el bolso y la inmovilizaba un segundo en el aire, para luego hundirla en su interior, como buscando algo; y otra vez la respiración inquietándole el pecho, ahora por la pura emoción de haber tocado lo que buscaba, la mano firme ya, aferrando el objeto de su ansiedad, como quien atrapa un pez en un balde de agua. Y la mano emergió, sosteniendo entre sus dedos una pistola.
Pensé en mi hermano y su disfraz de cowboy, el sombrero, el revólver, la cartuchera, la placa de sheriff, pero no, no, esto era diferente, no se trataba de un juguete, era una pistola de verdad, se notaba (¿por qué iba a ser de juguete, si los adultos no juegan?, sé que pensé). El novio la levantó a la altura de sus ojos, la miró bien, la acarició (¿para qué acariciar una pistola?, también pensé) y la metió en la valija, puso encima la ropa que estaba sobre la cama y la cerró. Entonces supuse que al tener la valija lista, seguro que bajaba a la fiesta, qué iba a hacer ahí solo. Así que me apuré y bajé yo primero. Antes de entrar a la cocina, me di vuelta: el novio todavía no había aparecido.
Me metí entre los bailarines, me asomé a la calle y vi que el paraíso estaba desierto. Corrí como una desesperada, toqué el árbol y grité: “¡Piedra libre para mí y para todos mis cooompañerooos!”.
También me acuerdo de cuando Sonia tiró el ramo de novia y de que mamá me tuvo que sacar a la fuerza, porque yo me había metido entre las mujeres solteras, y si por casualidad me llegaba a tocar el ramo, me iban a matar, eso dijo mamá mientras me llevaba en medio del berrinche que me había dado, porque, claro, cuándo no, a Lidia, que se había puesto en primera fila, nadie la sacó. Por suerte, no agarró el ramo.
Y no recuerdo otras cosas de esa noche; sí que al día siguiente, doña Rosalía salió a la vereda con una bandeja de masas que habían sobrado y las repartió entre todos los chicos que estábamos jugando en la calle.
Esta es la historia de Sonia, la chica linda y simpática que vivía enfrente de mi casa, y su breve vida de casada. Ojalá que al leerla, alguien la crea, porque lo que es mamá y tía Gloria piensan que me la inventé.
(APLAUSOS)

MM: Bueno, muchas gracias. Seguramente se van a acercar para que les firmes los libros. Acá Mateo tiene algo para decir…

Mateo Niro: Hoy, como dijo Mario al principio es el último encuentro de este primer Ciclo de Encuentros con Autores de Literatura Infantil y Juvenil. Después de las vacaciones de invierno vamos a iniciar un nuevo ciclo, con otros escritores. Otro nuevo desafío. Y quiero comentar una cosa: pronto va a salir un libro con las entrevistas de los años anteriores, así que ya se van a enterar cuando salga. En el blog, Libro de Arena, están saliendo las primeras entrevistas de este ciclo. Salen todos los viernes. Lo último, por mi parte, es agradecerle a Norma, que es una genia como escritora y como mujer. Terminar este primer ciclo con ella, para Mario, para La Nube y para mí, es un honor y una alegría. Agradecerle a Julián, compañero nuestro que nos acompañó todos estos lunes, a Pablo, que además de ser un amigo y un maestro hoy cumple años,  así que vamos a pedir un aplauso nuevamente (Aplausos)… Y por último, agradecerle a Mario (Aplausos). Como dice el slogan, pintadas antiguas: “Mario Conducción”. Es un maestro en el sentido puro de la palabra, y para mí es un lujo que sea quien conduce este barco.

MM: Muchas gracias, Mateo. Nos despedimos, por ahora. Ya les llegará la información del próximo ciclo, seguramente. Gracias por haber venido todos estos lunes, por las lecturas, por la participación. Los dejo con Norma que es la estrella de este lunes, y seguimos en contacto. Muchas gracias.

(Aplausos).


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