Las fuerzas centrípetas de Buenos Aires
La actitud escópica es sin
dudas una de las habilidades analíticas más agudas de los ensayos de Ezequiel Martínez Estrada, que se despliega
en el pasaje “Las ocho patas en la cabeza”, de La cabeza de Goliat, al
igual que en sus otros textos. La particular
“Microscopía de Buenos Aires”, que surge de su mirada, indaga en aspectos tan mínimos
que solo pueden resultar de un trabajo de observación minucioso. En busca de los
rasgos que dan identidad a la urbe, cuyo diálogo con el cuerpo de la nación lo
entabla desde su macrocefalia, en la que todo converge, se desarrolla un análisis del ser porteño. Libro de arena comparte un fragmento de este ensayo que
caracteriza con tanta personalidad la vida de Buenos Aires.
Símbolo
de la vida de la ciudad con las estaciones ferroviarias, sedes del movimiento abstracto
de toda significación, como si viniera transmitido desde usinas centrales desconocidas
para perderse también en lugares ignotos. Especie de movimiento automático que
es preciso coordinar con otros movimientos para que tengan algún sentido. Los
que llegan todavía no han empezado; los que se van han concluido. También la
ciudad es un gran andén de tránsito, donde nadie ha comenzado ni concluido lo
que tiene que hacer. Tanto da; y cuando unos dejan la tarea interrumpida otros
vienen a terminarla. En esa inmensa colmena todos hacen la misma cosa: agrandan
la ciudad. A cada
instante llegan y salen de las plataformas convoyes repletos de gente, y ese
flujo y reflujo que parece caprichoso obedece también a inflexibles leyes
estadísticas que dan un saldo compensado al cabo de la semana, del mes o del
año. El horario de actividad de Buenos Aires es continuo y a todas horas se
puede empezar o terminar de hacer algo.
Únicamente
a cierta altura de la noche las estaciones se cierran al tránsito, y hasta que reanudan
el servicio, a la mañana siguiente, han desconectado la ciudad del país.
Entonces la ciudad reposa profundamente, con sus propias fuerzas de creación,
que son las mismas que durante el día se agitan en un ordenado caos de
movimientos. El día de trabajo vale para desorganizar y desordenar la ciudad;
pero la noche ordena, reconstruye y vigoriza.
Por
estas estaciones, que son las bocas de alimentación de la metrópoli, Buenos
Aires devora
diariamente la materia prima que necesita del interior; la elabora, la digiere,
la incorpora
a su existencia y el resto lo expele por allí mismo bajo el aspecto de
productos manufacturados.
De las estaciones se distribuyen a los comercios y de éstos a los consumidores.
Los trenes de carga cesan al llegar a las estaciones, en tanto que los de pasajeros
empalman con los tranvías, ómnibus y demás vehículos de circulación interna, como
si más bien que formando un sistema de comunicación, se transformaran sin dejar
de ser los mismos. Los coches del Ferrocarril Oeste, que llegan hasta la Plaza
de Mayo, evidencian que los trenes locales son desprendimientos de la red
urbana. Puede considerarse, pues, a las estaciones de los subterráneos formando
unidad con las ferroviarias
y como dechados de lo que representa para la ciudad el tránsito absolutamente desprovisto
de sentido vital, el ir y venir en el mismo sitio, por decirlo así, cuyo modelo
máximo es el estúpido andar del ascensor. Compárese esa clase de movimientos
con el trabajo de cualquier máquina y se verá hasta dónde una ciudad carece de
voluntad y transforma lo que es inherente de la vida —el movimiento
autodeterminado— en una función mecánica de un valor puramente industrial. Con
el subterráneo encontramos un símbolo de la mecánica urbana y es necesario
darle en su calidad de tal la importancia que le corresponde, con lo que las
estaciones ferroviarias pasan a ser las prolongaciones de las de los
subterráneos y la red suburbana se suelda a la ciudad como subsidiaria de la
masa central. Con el desplazamiento de los suburbios los tranvías se
convirtieron en trenes, y en el conjunto de las actividades del país y la
capital, las estaciones han perdido su carácter de puntos terminales o de arranque
para convertirse en internas de la metrópoli. Sufrieron, por consiguiente, el
mismo proceso de absorción de las demás cosas que se hicieron para beneficiar
al país entero y progresivamente se aplicaron al beneficio de la capital.
Los
trenes son hoy como los tranvías antes, aunque mucho más retardatarios.
Tranvías, ómnibus
y colectivos han alcanzado velocidades de tren, aun en pleno centro, mientras
los trenes continúan con velocidades de tranvía. Tampoco esto es casual. Los
ómnibus marchan con la velocidad de la urbe y los trenes con la velocidad del
país. A mayores distancias, mayor lentitud.
Por los
trenes locales van y vienen a comer o a dormir los habitantes circunstanciales
de la ciudad, que no figuran en los censos municipales. Unos duermen en la
capital y por lo tanto son metropolitanos; otros fuera y pertenecen como
hombres a su villa y como artefactos a Buenos Aires. Que es lo que acontece con
todo ciudadano en cuanto sale de su casa. La vida del hombre, pues, se
enclaustra en su hogar y lo demás es maquinaria. Hoy el hombre es del lugar en
donde duerme, y por eso también es la noche la hora vital de las grandes ciudades.
Por
esas líneas ferroviarias la ciudad prosigue más allá de los límites de su
catastro la función
compleja de dormir y se unifica con el territorio y con el mundo. Sus ocho estaciones
se dirían los tentáculos de un pulpo, con doble fila de bocas de absorción por
las que ingiere sus alimentos. Buenos Aires también ingiere por las patas, que
son las vías férreas que arrancan de su abdomen de cefalópodo. Ocho son las
estaciones de la metrópoli:
Sud, Oeste, Central Argentino, Pacífico, Central Córdoba, Central de Buenos Aires,
Midland y Compañía General de Buenos Aires; ocho, como las patas del pulpo. Por
esas patas se comunica con el mundo extraño, que es el país; dentro, todo es
actividad de nutrición. Buenos Aires recibe combustibles y los transforma en
riqueza, parte de la cual devuelve, parte exporta y parte acumula, y a eso que
acumula le llamamos cultura y riqueza nacionales. Por otra parte, es
exclusivamente un centro de actividad, consumo y cambio, no de producción, pues
las fábricas y especialmente las industrias más representativas, que son los
frigoríficos, están fuera de su ejido. Sigue siendo la ciudad colonial y no ha
pasado a ser la ciudad industrial, la ciudad que al país le convendrá tener.
El
único verdadero y positivo contacto de Buenos Aires con la República lo
establece por las ocho patas de las líneas ferroviarias. Pero esas patas no le
sirven para moverse sino para vivir y crecer, porque tienden dos líneas de
ventosas sobre la superficie del país, y en realidad no terminan en el cuerpo
capital del pulpo sino en las acciones y en los créditos de los especuladores
de ultramar.
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