La reescritura del tiempo

Condensación y expansión son los movimientos que se cifran en el río cuyo sentido es, desde luego, fluir. Pero para la mente, para el recuerdo, la repetición del acontecimiento convierte en eterno un instante en que el tiempo se detiene. Desde allí el relato vuelve a arrancar en El limonero real, de Juan José Saer. Libro de arena publica un comentario sobre la novela, en el mes del décimo aniversario de la muerte de su autor y un día después de su natalicio, a modo de homenaje.



Por María Pía Chiesino

En Gramática de la Fantasía, Gianni Rodari presenta la idea de la piedra en el estanque. Con ella se refiere a aquellas palabras lanzadas al azar que provocan asociaciones en cadena. La relectura de El limonero real, de Saer, me remite en principio a esta idea. En parte, la piedra será ese “Amanece y ya está con los ojos abiertos”, que se repite nueve veces a lo largo de la novela, y que es el punto que concentra y expande la acción, desde el momento en que Wenceslao abre los ojos por primera vez.
Pero además, no puedo evitar asociar la imagen de la piedra en el estanque, con ese recuerdo que vuelve obsesivamente a la mente del protagonista: la imagen de su hijo niño, vestido con un pantaloncito azul, y corriendo a tirarse al agua.
En esta hermosa novela, que nos presenta a una familia de isleños que festeja el fin de año, hay un punto en el que la celebración está incompleta, hay un nudo lateral de oscuridad y de pena: el luto de la mujer de Wenceslao que se niega a salir de su casa; que se prohíbe a sí misma festejo alguno, y se queda sola, recordando a ese hijo muerto seis años antes.
Muchas lecturas críticas han hecho hincapié, en el trabajo con el tiempo cíclico que hace Saer en esta novela, y en el movimiento de concentración y expansión que la caracteriza.
Personalmente, me interesó más ese devenir del protagonista, que tiene, por supuesto, su propio duelo, pero en el que no se encierra. Ya pasó para él el momento de dolor  más intenso, en el que hasta había abandonado el cuidado de su terreno y de su huerta. Nadie puede devolverle ese hijo, pero la vida sigue. Y si se celebra el fin de año, él va a salir de su casa, y  va a llevar brevas y limones para los suyos.
Desde el momento en el que Wenceslao se sube solo a su bote para ir a pasar el último día del año con su familia, advertimos ese empuje que lo aparta irremediablemente de su mujer. Este matrimonio, destrozado por la muerte del hijo, parece no tener retorno: ella vive cosiendo cintas de luto en camisas que él se niega a usar.
Esta voluntad de Layo por seguir con su vida, lo hace partícipe activo de lo que sucede en la fiesta. No es un invitado más. De hecho, él es quien mata el cordero para la cena.
Pero hay un punto al que su voluntad no llega: es absolutamente imposible para él, convencer a su esposa de que salga de ese tremendo dolor y lo acompañe. Cuando las hermanas de la mujer le dicen que van a ir a buscarla para que cene con todos, les advierte que es un viaje inútil, que no van a conseguir que salga. Las mujeres no le hacen caso, se van todas, en dos botes y, desde luego, vuelven sin ella. Wenceslao ya ha matado el cordero y está nadando en el río, cuando las ve volver, y las escucha hablar de la locura de la ausente.
Ese río por el que los personajes van y vienen mientras se prepara el festejo, será el que recorra Wenceslao al final de la novela, cuando regrese a la noche, con una porción de cordero para su mujer y huesos para los perros.
Ese río, se ha llevado años antes a ese hijo que no volvió.

Ese río, finalmente, le trae el recuerdo de cuando ese hijo era un niño y corría a zambullirse en él para nadar. No se mencionan otros momentos de la vida del chico. Solamente vuelve a la mente de su padre, esa imagen de un niño moreno y flaco, con un pantaloncito azul, que se tira al agua una y otra vez. Esa imagen es la “piedra en el estanque”, que dispara las asociaciones de Wenceslao. La imagen de  su hijo ya muerto, jugando en el río, es el punto en el que se concentran sus recuerdos y  su dolor. 


El limonero real
Juan José Saer
Buenos Aires, Seix Barral, 1974

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