Ema Wolf: "Yo creo que escribir es modificar lectores."

La segunda parte de la entrevista a Ema Wolf continúa con el tema de los lectores dentro de los ámbitos institucionales, como la escuela, y los condicionamientos que esta situación impone; las curiosidades que se despiertan en los chicos respecto de la labor del escritor; la necesidad de desmitificar que la escritura no resulta de la inspiración, y sí, en cambio, del trabajo. La autora también se refirió a la importancia del entorno, de los mediadores, maestros y padres en la formación de los chicos como lectores, y al desarrollo de su obra y la relación con los ilustradores como intérpretes del texto. En el final leyó el cuento "La ruta del chocolate", a manera de despedida.



Mario Méndez: ¿Y cómo es la relación con los lectores en la escuela? 

Ema Wolf: Es una situación condicionada, porque no me los encuentro en el parque. Los encuentro en la escuela, con la maestra, a veces la directora, padres…, en el marco de la institución. Por eso nunca terminás de saber bien cuál es la respuesta de los chicos. Además, los ves una sola vez en tu vida. Entonces vas a la escuela para escucharlos y dejarles algunas ideas básicas sobre la construcción de un texto, sobre la cocina. Me gusta que me pregunten cuánto gana un autor, cómo cobra. Es una pregunta lógica en un pibe que ya está pensando qué va a hacer cuando sea grande. Trato de hacerles ver que la nuestra no es una actividad de magos, de gente distinta. Que es posible para él. Que no hay ningún impedimento para que eventualmente, el día de mañana, escriba. Y que mi trabajo es como el de su mamá, su papá o su maestra. Trato de sumar un poco de realismo, contrarrestar los mitos que le metieron en la cabeza. Si el libro les resultó horrible, no me lo dicen (risas). Aunque a veces hacen críticas. Pero por lo general me invitan cuando ya me leyeron y están interesados. Al llegar, tengo parte del territorio ganado. Si no les gusta lo que hago, no me invitan.  

MM:  ¿Y con libros más difíciles, como La casa bajo el teclado? ¿Fuiste a colegios? 

EW:  Obviamente, menos. “La casa…” es un libro que estuve corrigiendo en estos días. Aproveché que este año sale en una nueva edición, con otro formato, en la colección Torre de Papel y le hice correcciones. Quedó mucho más tranquilo y accesible. Era demasiado frenético, abigarrado. Esta nueva versión va a salir casi al mismo tiempo que un “hermanito”, un segundo libro de la serie de Los Mocos. Fue bueno poder tener entre las manos los dos libros juntos. Quedó un proyecto más armónico.

MM: ¿Y éste se va a llamar…? 

EW: Se va a llamar Un viaje de Timón. También contiene dos historias: la de los Mocos que permanecen en la casa y la que vive Timón, el viajero. Veremos qué pasa cuando empiece a rodar. Obviamente, cuantos más años de rodaje tiene un libro, más veces te convocaron para hablar de él. La tarea del docente es delicada. ¿Qué darle a sus chicos? No todos los chicos de diez años tienen la misma competencia de lectura. Las asignaciones por edad que hacen las editoriales, eso tan taxativo de que un libro es “de cinco a siete” o “de siete a nueve”, no va. Muchos autores estamos en desacuerdo con eso. Sin embargo, las editoriales lo siguen haciendo porque es una ayuda para los libreros y para los vendedores y promotores de la editorial. El docente no puede guiarse por eso. Tiene que leer y hacer una selección responsable. Hace treinta años que visito escuelas. Me doy cuenta de que algunos docentes apuestan, arriesgan. Estuve en una escuela donde una maestra de sexto les dio a los chicos un par de capítulos de Perafán de Palos. Es un esfuerzo grande, pero ella se las ingenió para abrirles el libro, crear un pórtico y hacerlos entrar, darles cierta información básica y ponerlos a jugar con mapas. No lo leyeron completo, pero pudieron romper el sello, meterse. Por supuesto, eso representa un avance como lectores. El día en que se encuentran con un fragmento del Quijote, exagerando un poco, no les va a resultar marciano. En cambio, hay docentes que se achican. Abren el libro, ven que hay palabras difíciles, o que la historia habla de Mozart. Supone, tal vez con razón, que los chicos no saben quién es Mozart, pero en lugar de encararlo dejan el libro de lado. Van a un libro que les garantiza que sus alumnos conocerán el cien por cien de lo que trae. Así, no se modifican como lectores. Yo creo que escribir es modificar lectores. Si no, ¿para qué leés? Yo me modificaba leyendo. Hay una porción del texto que corrobora y hay otra que es novedad, algo que agrega: una palabra, un giro, una emoción, una imagen, un dato acerca del mundo. Me acuerdo de una maestra con el Libro de los prodigios. El libro le había gustado a ella, por eso lo había dado. No tomó los veinticuatro textos, tomó algunos, los que le parecieron más accesibles a sus chicos. Se tomó el trabajo. A veces basta con anticipar información o usar alguna palabra que está en el texto para se familiaricen con ella. Como en todas las profesiones, está el entusiasta y el burócrata. Entre los que curan, los que enseñan y los que escriben. 

MM: Ahí muchas veces hay un trabajo de los mediadores.  

EW: Sí, en el caso de los libros para la gente joven, el mediador es básico. Si en el diario sale una reseña recomendando un libro, el nene no la lee. En el mejor de los casos la lee el papá, la mamá, la maestra, el bibliotecario. La relación del chico con la lectura depende de su entorno.



MM: Nos decías recién que con Perafán… le pueden entrar con más facilidad al Quijote. ¿Te gusta esa definición de que la literatura juvenil es una puerta de entrada a la literatura para adultos?  

EW: No es que con Perafán puedan entrar con más facilidad al Quijote: el Quijote pide y da muchísimo más que eso. Puse ese ejemplo grueso para indicar que algunos textos amplían el horizonte del lector en vocabulario, uso de la lengua y conocimiento del mundo. Suman aptitudes en este aspecto.
No sé si esa definición me convence. Siempre me resultó difícil precisar los límites entre lo infantil, juvenil y adulto. En mi construcción como lectora no hubo cortes, saltos bruscos. Fue un continuo. Empezó con Andersen, Salgari, la Robin Hood, Verne, Dumas, y pronto una prima mayor me pasó el Romancero Gitano, Los Heraldos Negros; la profesora de segundo año propuso una famosa antología de Lacau y Rosetti donde había un poema de Quevedo, otro de Borges, otro de Nalé Roxlo. De hecho, Salgari escribía para grandes en un periódico de Turín, Dumas era un escritor para adultos, el mismo Andersen escribía no sólo para niños sino también para una especie de aristocracia de su país. Entonces, no sé qué es la literatura juvenil. Si el requisito es que intervengan adolescentes, estamos perdidos. Sé que hay textos que los chicos de diez años todavía no pueden leer y los de quince sí. ¿Será esta la literatura juvenil? Tampoco me gusta mucho la palabra “infantil”. La literatura no es infantil. Prefiero decir que un libro es para el que lo entienda, no importa la edad que tenga. En inglés, en francés o en italiano usan “para”; en español usamos el calificativo “infantil”. Para mí, infantil es un texto escrito por un chico. Para lo que hace un adulto, habría que usar otra palabra. No diría que un pediatra es un médico infantil. Me parece que esa palabra tiñe, perturba, lleva implícito algo “aniñado”. Podemos escribir un texto sencillo, pero no mimetizarnos con el chico. Tampoco me cierra la existencia de un género infantil. Lo que me enseñaron en la facultad acerca de los géneros, era otra cosa. Estaban la dramática, la poesía y la narrativa. Si querías hacer un corte dentro de la narrativa tenías cuento o novela. Pero un género determinado por la edad del lector, que tampoco sabés bien cuál será, no me cierra. Si tuviera que poner lo que hacemos en algún lugar, lo arrimaría a la literatura popular. Está emparentado con la zona del cuento y la poesía popular, la leyenda, la fábula… De hecho, es su fuente. Se institucionaliza desde las recopilaciones de los Grimm, que eran para todos. Sé que hay cosas escritas para los chicos que me gustan muchísimo. Otros no escribieron para chicos pero ellos los disfrutaron. En términos generales te diría que no me gustan los libros en los que el personaje principal reproduce al lector. En los que el lector se mira en el espejo del personaje. No la invalido, pero no me gusta. Tal vez sí exista un género. ¿El Patito Coletón pertenece al género infantil? (Risas). Si es eso, no quiero saber nada.  

MM: Me parece que lo que pasa es que la definición ya nos excedió. Creo que va a ser imposible que dejemos de decir infantil y juvenil… 

EW: Probablemente. No pretendo cambiar los hábitos. Sólo digo que me hace ruido y por qué.

MM: Estaba tratando de hacer una panorámica a toda velocidad, pero no sé. Me quedo con esto de que no te gusta narrar desde el espejo del lector. ¿No hay ninguno de tus cuentos o novelas donde haya chicos? 


EW: Hay pocos, me sobran los dedos de la mano para contarlos; además están instalados en una situación fantástica, nunca realista. Pero sólo lo comento como una preferencia mía, nada más. Se escribieron libros maravillosos con niños. Dickens, Twain, Stevenson, que escribió La isla del tesoro especialmente para los chicos, Süskind con “La historia del Sr. Sommer”, Barry, con ese libro lunático que es Peter Pan, han puesto chicos como protagonistas y son libros maravillosos. Pero en ellos hay mucho más. No se limitaron a copiar demagógicamente a sus lectores.  



MM: ¿Cómo ves el panorama de la literatura para chicos? El lunes pasado decíamos acá que nos gusta más la expresión “literatura que también pueden leer los chicos”. Como definición, es más simpática.  

EW: No tengo suficientes lecturas para darte un panorama. Hace tres años fui jurado del Premio nacional y me di un empacho. Todos coincidimos (Andruetto, Shua, Sotelo…) en que había cosas muy buenas, más en novela que en libro álbum. Me parece que este sector todavía no se afirmó. Ganó Pablo de Santis, pero costó elegir porque hay un nivel alto en la literatura argentina. Hay una tradición, como la hay de buenos dibujantes e ilustradores. También fui jurado un par de veces del Premio Norma-Fundalectura y en el 2015 del Casa de las Américas. En estos casos me tocó leer literatura de países latinoamericanos. La verdad es que lo que se produce en Argentina destaca. De hecho, en todos los casos se premiaron argentinos. Si no era el primerísimo premio era el segundo o distinciones. En el Casa, cubanos y argentinos habían copado el premio. La primera vez que fui al Norma Fundalectura, hace unos cuantos años, llegué un poco asustada porque veía que lo que más me gustaba era lo que se hacía acá, entonces tal vez no estaba siendo imparcial y me iban a tirar con un zapato. Ganó Marina Colasanti, pero de los cinco finalistas, los tres primeros eran argentinos. Esto me da orgullo. Pero, la verdad, no puedo darte un panorama certero de lo que ocurre aquí y ahora. Yo estoy adentro del jardín, y desde adentro no ves con mucha claridad, sobre todo porque en el que escribe tallan fuerte las preferencias personales. Somos neuróticos, en definitiva. Se escribe mucho porque se edita mucho. Las editoriales sacan libros en cantidad, hay muchísimos títulos en rodaje. El negocio editorial es muy grande. Los autores terminamos compitiendo con nosotros mismos. Por eso, cuando un editor dice a fin de año, con satisfacción, que sacó tantísimos títulos nuevos, ojo, que no es para bailar en una pata. Ocurre a escala mundial. El negocio pide, pide mucho. El autor es convocado, tiene muchos lugares donde publicar, y es una tentación abastecerlos. Eso a veces resiente el trabajo. No es lo mismo hacer tres libros por año que hacer uno solo. Aunque hay gente que produce mucho y escribe bien igual. Yo no. Soy particularmente lerda. 

MM: ¿Y eso que dijiste del libro álbum? Porque nos quedamos pensando… 

EW: Cuando yo empecé a publicar, en Argentina era muy caro hacer libros a color. El color se reservaba para la tapa y la contratapa. Adentro, los libros eran en blanco y negro, con algunas viñetas o ilustraciones en blanco y negro… Cuando la tecnología permitió imprimir a color con mejor calidad y más barato, proliferó el libro álbum, que en Europa era moneda corriente. Creo que todavía no nos acomodamos a esta posibilidad. No es un problema de los ilustradores, que los hay buenísimos y son mejores cuanto más pueden lucirse, sino de los dirigen las colecciones. Es como si se engolosinaran con lo gráfico y no le pidieran mucho al texto. Los textos son débiles con relación al despliegue visual, sobre todo cuando el propio ilustrador hace el texto. Son libros bellísimos, pero terminás de leerlos y no quedó mucho. El texto y el dibujo deberían tener el mismo peso. A veces basta una sola idea, una idea estupenda, con un texto mínimo, pero que da razón al libro completo. Ya se emparejarán. Creo que es cuestión de tiempo. No sé qué opinan otros sobre este asunto.

MM: Puede haber opiniones encontradas pero es cierto que suele existir un desbalance.  

EW: No siempre es así, por supuesto. Digo lo que veo. Y también lo que me han comentado algunas maestras.



MM: Ya que hablamos de ilustradores, ¿cómo es tu relación con ellos? 

EW: Incluido mi hijo… En general, no me meto con los ilustradores, los dejo hacer. Excepto una vez, con Matías (Trillo, hijo de Ema), cuando tuvo que ilustrar Las arvejas de Etelvina: le compré un kilo de arvejas, porque había hecho unas cosas que parecían chauchas. (Risas). Estaba en juego mi amor propio de madre y ama de casa. Le dije: estilizá todo lo que quisiera, pero enterate de cómo es una arveja. También le compré una de esas latas que trae el dibujito de la arveja… (Risas).
No me meto con los ilustradores, porque ellos hacen su lectura. Son intérpretes de un texto, como un pianista interpreta una partitura. Si el dibujante es bueno, si su estilo está en armonía con el estilo del texto, si leyó bien y le dan tiempo para hacer su trabajo, el libro no puede salir mal. Pero si el autor está montado como un pájaro sobre el hombro del dibujante vigilando lo que hace, seguro que va a salir todo mal. La mayoría de nosotros no tiene una mirada entrenada sobre el dibujo. Yo misma no la tengo. Y no podés dar indicaciones sobre algo cuya técnica no conocés. Hay que dejarlos hacer: que interpreten, que compongan. Me acuerdo de que Sergio Kern, cuando hizo los piratas enemigos en “Barbanegra…”, les puso una camiseta de Boca y otra de River. Yo no lo había visto, me lo hicieron ver los chicos en la escuela. Además, desde un boceto, no puedo imaginar cómo va a quedar la ilustración terminada. Cuando Canela me mostró el vampiro que es tapa de Los imposibles, era un cartón enorme, con un vampiro enorme, sucio de manchas de tinta, borroneado… Yo no entendía qué era eso. Cuando redujo al tamaño de la caja, quedó precioso. Sí me fijo, porque es importante, en la información que da el ilustrador. Por ejemplo, que no haya un marinero español fumando cuando los europeos todavía no habían descubierto el tabaco. O que si el cuento pide un vapor, que no haya un barco de vela. En fin, coopero para no malinformar al chico lector. Volvemos a lo que les decía antes: estas cosas deberían verlas los editores, pero terminan viéndolas los autores, que en definitiva son los que más conocen del texto.

MM: ¿En qué proyectos andás?


EW: Estoy trabajando en un pequeño libro sobre magas, pero todavía falta. Además, tengo algunos cuentos terminados, pero son tan distintos entre sí que no puedo reunirlos en un mismo libro. Hay dos que podrían ir juntos, los otros tres también, pero los cinco, no. Cuando empecé a publicar, con tres o cinco cuentos todos distintos hacías un libro. Después empecé a pensar en libros temáticos o que tuvieran cierta unidad: Los imposibles, La aldovranda en el mercado, A filmar, canguros míos, Libro de los Prodigios. Te exigen más tiempo, pero el resultado, obviamente, es mejor.  


MM: Y cuando te metés en un proyecto como el de las magas, ¿ya tenés hablado el tema con alguna editorial? 

EW: No. Hago el libro y después decido dónde lo llevo. Mis libros están en cinco editoriales. En los últimos años publiqué sólo en tres: Random, Santillana y Norma. 

MM: Para cerrar, antes de que nos leas algo, ¿cuál es tu relación con los pedidos? 

EW: Esto requiere otra reunión. Se habla mucho del libro por encargo, y nunca se termina de definir de qué encargo hablan. Yo lo único que no quiero hacer por encargo es ficción. La excepción fue el cuento del niño Pirulo que hice para el Ministerio, y dije que sí sólo cuando tuve la idea y reuní la información necesaria. No quiero escribir cuentos sobre paraguas para el 25 de Mayo. (Risas). No porque me parezca reprobable. Pero sé que si instalara eso como rutina en mi actividad, de pronto me encontraría con un montón de historias hechas a partir del deseo de otros, no del mío. Imagino que la relación con mi trabajo se resentiría. Así que el espacio de la ficción me lo reservo para mí. Hay autores que pueden manejar esto con naturalidad, van y vienen sin conflicto, y está muy bien. Hay otros tipos de trabajo por encargo. Cuando yo trabajaba como redactora en revistas me encargaban una nota y tenía que escribir lo que me pedían; esa era la condición propia de ese trabajo, y también está bien así.  
Hay otros trabajos por encargo que valoro, como los que hice para Random, en los que el autor no pone en juego su invención sino otros recursos. Los dos fueron encargos de Canela. Uno es La nave de los brujos. Como sabe que me gusta el mar y los barcos, me pidió que hiciera un libro de leyendas del mar para la colección Cuentamérica. Me encantó hacer este pequeño libro. Fue el único libro sobre el que escribí algo, que quedó en la editorial. Estuve muchas semanas reuniendo material y discriminando qué era una leyenda, qué era un cuento popular, un caso, un mito, una fábula… Porque se parecían, pero cuando los ponías uno al lado del otro veías que no eran sapos del mismo pozo. Eso me obligó a definir qué es una leyenda: una semirrecta que empieza acá y se prolonga hasta el infinito. Es un trabajo muy lindo. Ponés a prueba tu competencia lectora, tu capacidad para elegir buenos textos… Reuní más de treinta y en el libro hay nueve. Pude elegir leyendas de países diferentes y representativas de cada grupo: el tesoro enterrado, la luz diabólica en el mar nocturno, el naufragio, la forma de la piedra azotada por las olas, les leyendas de origen como por qué los pingüinos nadan de esta manera… Otro que hice por encargo fue La gran inmigración. Me interesó mucho el tema, porque desciendo de inmigrantes. Aprendí mucho de la información que recopiló Cristina Patriarca y más la que fui encontrando mientras escribía el libro. ¿Ves? Estos encargos son bárbaros, pero nadie me los pide… 



MM: De ahora en más te van a pedir. Esas más de treinta que tenés, te las van a pedir. Acordate… 


EW: Pero ya serían de segunda selección.

MM: Bueno, nos tenés que leer. Si querés, algo cortito, pero leenos. 

EW: Acá veo Fámili Podría ser el cuento de la ruta del chocolate. Hace mil años que no lo leo. Una vez hice una suplencia en Billiken, de una redactora con licencia por maternidad. Estuve tres meses. Me encantó trabajar en la revista que leía de chica. Como estuve en agosto, septiembre y octubre, me tocó hacer los suplementos de San Martín, Sarmiento y Colón. En la redacción tenían una biblioteca. Me enrosqué con los libros sobre Colón. De chica no me cabía en la cabeza que los españoles hubieran armado todo ese lío para buscar pimienta, canela y clavo de olor, que mi mamá casi no usaba en la cocina. Se me ocurrió que tenían que haber venido por otra cosa. Bueno, haciendo el suplemento de Colón en Billiken entendí la Conquista como una empresa capitalista formidable y supe que la pimienta valía tanto como el oro. Ahí me entró. (Risas). Era tiempo.

La ruta del chocolate


A los veintiocho años, la mayor de mis primas, Cleta, cayó enferma de ictericia. Se puso amarilla como un huevo. Veinte días estuvo en cama a dieta rigurosa, aburrida, molestando todo el tiempo.
Como nunca había leído un libro, pensó que era  un buen momento para hacerlo de una vez por todas. Entonces pidió que le alcanzaran La Historia del Mundo, en un tomo.
Lo raro fue que a medida que iba leyendo lanzaba unas espantosas risotadas de caballo: Hasta que cerró el libro y dijo:
-Está todo mal.
Inmediatamente anunció que iba a escribir de nuevo La historia del mundo, empezando por la “A” de América.
Esto es lo que escribió Cleta esa misma tarde, afiebrada, mientras mojaba tostadas en el té, pero no se las comía por asco: (Risas)
“Yo no me creo eso de que los españoles vinieron a América buscando especias. ¿A quién se le ocurre cruzar el océano en carabela solo por un poco de pimienta, clavo de olor y nuez moscada? Si faltan en la cocina nadie se muere.
“Los españoles vinieron por otra cosa.
“Vinieron por el chocolate.
“Resulta que todas las mañanas al levantarse, el emperador Moctezuma se preparaba una taza de chocolate.
“El olorcito salía del palacio de Moctezuma, cruzaba el Golfo de México y atravesaba el océano hasta la costa de Portugal. Después cruzaba Portugal y las tierras de España hasta Toledo, donde vivía el rey Fernando. Allí subía por la pared sur del palacio, entraba por la ventana, se metía por debajo de las cobijas reales y llegaba hasta la nariz de Fernando.
“Fernando se despertaba pidiendo a gritos eso que olía y pateaba el vaso de leche de cabra que le traían para desayunar.
“La gula del rey, por esa cosa perfumada, hacía el camino al revés: salía de entre las cobijas reales, atravesaba la ventana, bajaba por la pared sur del palacio, cruzaba España, cruzaba Portugal, se mandaba a través del océano, volaba sobre el Golfo de México y llegaba hasta la taza de Moctezuma”. (Acá, en el texto de Cleta hay unas manchas que parecen de té).
“Empeñado en conseguir el famoso chocolate, el rey mandó expediciones a buscarlo, todas armadas con hombres de buen olfato.
“El primero en llegar fue Colón, por eso siempre lo dibujan al desembarcar con gesto de estar oliendo algo. (Risas)
“Colón no encontró lo que buscaba. Entonces el rey mandó más expediciones.
“Muchas se perdieron en el camino, porque los vientos alisios (alicios con “c” había escrito la animal) (Risas) y sobre todo los contraalisios borraban la estela del olor y los navegantes iban a parar a cualquier parte, o sea, a los sitios donde se comen las focas. (No sé qué habrá querido decir Cleta con esto). (Risas)
“Pasaron treinta años.
“Un día un marinero se presentó en la corte del rey, que ya no se llamaba Fernando sino Carlos pero quería lo mismo. El marinero traía cara de esconder algo.
“-¿A qué no saben lo que tengo acá? -gritó el gallego.
“Y cuando ya todos se le tiraban encima, sacó del bolsillo el primer chocolatín.
“Eso fue por el año mil quinientos y pico.
“Desde entonces, los barcos que llegaban a América volvían a España repletos de chocolate. Cargadas las bodegas, los cofres, los baúles, el equipaje de mano. Los marineros se llenaban los bolsillos, las medias, los sombreros, las botas de repuesto, y hasta guardaban las barras de chocolate entre el pecho peludo y la camisa, y todo llegaba derretido que era una porquería”. (Nuevas manchas, no se sabe de qué).
“Tan pesados iban los barcos que a veces el cargamento entero terminaba en el buche de los peces.
“Y encima, los pedidos de la familia:  
“-Don Iñigo, ya que vas a América tráete algo. -Y a nadie se le ocurría llevar otra cosa.
“Así fue como se descubrió América.
“Por la gula del chocolate.
Lo malo es que se lo llevaron todo, parece”.

Acá termina la historia del descubrimiento según Cleta. Una verdadera pavadez, como puede apreciarse.
No sé si escribió algo más. Nadie la alentó.
Creo que apenas la dejaron comer un poco de guiso, se olvidó para siempre de todo el asunto. 

(Aplausos) 

MM: Hay muchísima gente, vas a tener que firmar un rato largo. Muchísimas gracias otra vez, Ema. 


EW: Gracias a ustedes. 

Aplauso Final 


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