El trasfondo
La
neoyorquina Edith Wharton fue una figura notable de la cultura occidental de
comienzos del siglo XX. Dejó una obra importante, en la que se destacan Ethan
Fromme, La edad de la inocencia y La casa de la alegría. Fue amiga personal de
Henry James. Libro de Arena comparte un fragmento de su autobiografía, Una
mirada atrás, en el que refiere sus inicios en la lectura.
El trasfondo
En mi primera infancia no
me importaban mucho los cuentos de hadas ni ninguna otra apelación a mi
fantasía a través de lo legendario y lo fabuloso.
Mi imaginación yacía
allí, aovillada y dormida, una muda criatura en hibernación, y al menor toque
de las cosas corrientes (flores, animales, palabras, especialmente el sonido de
las palabras, aparte de su significado) ya se agitaba en su sueño, y luego volvía
a sumergirse en sus propias fantasías personales, tan poco necesitadas de
alimento exterior que instintivamente rechazaban cualquier cosa que otra
imaginación hubiera previamente adornado y completado. Había, sin embargo, una
leyenda que sí me emocionaba siempre: el cuento del niño que podía hablar con
los pájaros y oír lo que decían las plantas. Muy pronto, antes de lo que
alcanza mi memoria, debí de haberme considerado pariente de aquel niño tan
feliz. No puedo recordar cuándo las plantas comenzaron a hablarme, aunque creo
que sería cuando, pocos años después, uno de mis tíos me llevó, con otros
primos pequeños, a pasar un largo día de primavera en unos bosques pantanosos
próximos a Mamaroneck, donde la tierra estaba tachonada de madroños rastreros, donde
en una ciénaga crecían flores rosadas y blancas con forma de bolsas y las ramas
sin hojas se dibujaban contra el cielo salpicado de brotes de madreperla; pero
el día que me regalaron a Foxy aprendí lo que los animales se dicen unos a
otros, y lo que dicen a las personas. (…)
La casa de mi tía,
llamada Rhinecliff, se convirtió con el tiempo en una estampa vívida en la
galería de mi infancia; pero entre aquellas primeras impresiones sólo una
resurge conectada con ella: la de una noche en que, como yo estaba dispuesta a
afirmar, había un Lobo debajo de mi cama. Este asunto de Lobo es la primera de
una serie de experiencias terroríficas similares, y dado que muchos niños
imaginativos conocen estas obsesiones por animales tribales, lo menciono
meramente porque a partir del momento de aquella aventura se hizo necesario
siempre que yo “leía” el cuento de Caperucita Roja (es decir, miraba las
ilustraciones), trasladar mi banquillo del cuarto de jugara a otra habitación,
en persecución de Doyle o de mi madre, a fin de que nunca volviese a correr el
riesgo de tropezarme con el tótem de la familia cuando me quedaba sola con el
libro entre mis manos. (…)
Cuando el señor Bedlow
cenaba con nosotros, a mí me dejaban entrar en el comedor a la hora de los
postres, tras haberme peinado en rollos como salchichas mi cabello rojo y
adornado con coral rosa las mangas de mi mejor vestido, y se me permitía
columpiarme en su rodilla mientras él “me contaba mitología”. Desde entonces
¡cuántas bendiciones he pedido que cayeran sobre la cabeza del narrador! Los cuentos infantiles, incluidos los de la
Mamá Gansa , los de Andersen, hasta los de
Perrault, me dejaban en general indiferente, no captaban apenas mi atención,
pero los dramas domésticos de los moradores del Olimpo desataron toda mi
energía creativa. Pudiera ser que yo olfatease una indefinible condescendencia
(y muchas veces una gran falta de discernimiento) en las historias que las
personas mayores habían inventado sobre y para niños; y por otra parte, las
actividades de los niños siempre eran intrínsecamente menos interesantes para
mí que las de los adultos, y me sentía más como en casa entre los dioses y las
diosas del Olimpo, quienes se comportaban de forma muy similar a como lo hacían
las damas y caballeros que venían a cenar. (…)
“…no puedo recordar una
época en que no quisiera “inventar” cuentos. Pero fue en París donde encontré
la fórmula necesaria. Cosa rara, lo que deseaba no era escribir mis cuentos
(incluso si hubiera sabido escribir, porque no sabía aún ni trazar una letra;
en cambio, desde el principio necesitaba tener un libro en la mano para
“inventar” con él, y desde el principio tuvo que ser una clase determinada de
libro. La pagina debía estar impresa de manera muy densa, con tipos negros y
bastante gruesos, sin excesivos márgenes. Algunas novelas densamente impresas
de las primeras ediciones de Tauchnitz, las de Harrison Ainsworth, por ejemplo,
habrían sido mis fuentes más ricas de inspiración de no haber dado un día con
algo todavía mejor: la Alhambra , de Washington
Inrving. Aquellos toscos volúmenes impresos con caracteres negros muy juntos
sobre páginas amarillentas de bordes irregulares (probablemente una producción
de la antigua imprenta Galignani de París) debían de ser una reliquia de
nuestra aventura española. Washington Irving era un viejo amigo de mi familia,
y la colección de sus obras, con bonita tipografía y encuadernación elegante,
adornaba los estantes de la biblioteca en nuestra casa americana. (…)
Con la Alhambra en mano,
inventar era un éxtasis. En cualquier momento podía acometerme el impulso; y
entonces, si el libro estaba a mi alcance, sólo tenía que echar a andar por la
casa volviendo las páginas paseaba, para zarpar a toda vela hacia el mar de los
sueños. El hecho de que yo no supiera leer completaba la ilusión, porque a
partir de aquellas páginas inexpresivas podía evocar todo cuanto mi fantasía
elegía. Padre y ayas espiándome por las rendijas de las puertas (siempre tenía
que estar sola para “inventar”) observaron que con frecuencia sostenía el libro
al revés y que las volvía más o menos al ritmo que habría seguido una persona
que leyese en voz alta, tan apasionada y precipitadamente como yo tenía por
costumbre. (…)
He oído deplorables relatos, según los cuales
yo abandonaba a las “encantadoras” compañeras de juegos que habían sido
invitadas a “pasar el día” en nuestra casa y corría hacia mi madre con el grito
desesperado de: “¡Mamá debes entretener a esa niña por mí! ¡Yo tengo que
“inventar”!
Una mirada atrás. Autobigrafía.
Edith Wharton.
Ediciones B, Barcelona, 1994.
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